48 CANDELAS

Esta colección de relatos tiene un tronco común:

El diario que un farero inició con fecha uno de enero de mil setecientos noventa y seis y dejó de escribir al cabo de cuatro días. Edgar Allan Poe creó este personaje. O, tal vez, visualizó esas páginas en otra realidad y las materializó para nosotros.

¿Por qué las anotaciones en su diario terminaron de una forma tan inesperada?

(VER CUENTO DE E. A. POE)

Más de cuarenta narradores, en respuesta a la propuesta del escritor asturiano Fernando Menéndez, se han unido para conseguir la hazaña de multiplicar faros y torreros, creando un caleidoscopio de soluciones con olor a salitre, salpicadas por las olas, hechizantes y misteriosas.

Aquí están sus textos, sincero homenaje a Edgar Allan Poe y a la labor de todas aquellas personas que han diseñado, construido y mantenido los faros para que su luminaria sea, desde hace siglos, guía en la oscuridad y su sonido, la voz del hombre en medio del vasto mar.

Los cuentos están ordenados según su número de palabras para dibujar un faro: liviano arriba, sólido en su base.

El título hace referencia a la unidad de medida de la intensidad de los faros, la candela. Cuarenta y ocho- número simbólico por excelencia- enumera el total de los relatos: Un original pastiche y los 47 relatos que forman la colección.

Esperamos que esta obra sea de su agrado.


Cecilio Soto Palomo

4 de enero - He bajado hasta las rocas acompañado de Neptuno porque me ha parecido ver algo extraño. He sentido un desasosiego enorme al pensar que no estaba solo en este islote en medio del océano. Desde el fanal he vislumbrado algo que parecía un buzo, que al poco de dejarse ver se escondía entre la escollera. He cogido el tranco de la puerta y acompañado del perro me he puesto a investigar. La búsqueda ha sido angustiosa. Llegué a pensar que a Neptuno, por su larga estancia en el faro sin contacto con la civilización, se le han atrofiado los sentidos.
Unas veces se adelantaba unos metros y otras caminaba tras de mí, sin ningún signo de alerta.
¿Por qué no ha detectado la presencia del extraño?
¿Tal vez el intruso mediante alguna sustancia anula el sentido del olfato de Neptuno?
¿O es que realmente lo tiene atrofiado?
Hemos circundado gran parte del islote desde donde lo permite el nivel del agua, sin ningún resultado.He descubierto una cueva a dos metros por encima, pero como no he cogido una linterna ni una tea para alumbrar y el pobre Neptuno no puede detectar nada, he dejado la búsqueda para mañana.

Jesús Salgado Romera

EL FARO DE FARNORT

1 de enero de l796

Consciente de estar sentada por última vez en mi roca favorita, contemplo el rielar de los rayos de sol sobre las crestas de las pequeñas olas, haciéndolas reverberar como espejos. Memorizo este mar como una estampa de agua. -El mar es algo vivo, “no se puede cruzar dos veces el mismo río”, dice el filósofo Heráclito, y así, hace años que añado imágenes de estas aguas al calidoscopio de mi mente-.
Cuando dentro de tres horas llegue la balandra, Frank, mi padrino y farero titular, firmará el cese en el libro de actas y dejaremos el faro de Farnort para siempre. Ha querido que yo esté presente, como homenaje a tantos días como le he acompañado en el faro y, supongo, para ayudarle a mitigar su pena.
La entrega del puesto será para “el conde farero” nombre irónico con que en el pueblo designan al noble que ocupará su lugar.
Cierto es que mi padrino había pedido el relevo; tras dieciséis años de servicio sus articulaciones se resienten por la humedad –este invierno las escaleras le han supuesto un reto- y su vista ya no es tan aguda. Ha decidido retirarse a vivir a la pequeña finca de sus difuntos padres, a seis millas del pueblo. -¿Y yo?- Aunque nos duela, seguiré como criada de la casa parroquial, pues no es propio que una huérfana conviva con un hombre con el que le une el somero lazo del apadrinamiento.
Cuando Frank se planteó su retiro, ofreció al Consejo Portuario el nombre de una persona dispuesta a relevarle: un joven sobrino que hace años marchó a la otra punta del país para hacer fortuna, no yéndole tan próspero como esperaba; trabaja actualmente con un cantero, y su intención es regresar y establecerse en el pueblo. El puesto de farero, que tiene gastos de alimentación pagados y buena remuneración, le interesó, y el Consejo dio su visto bueno. Tardaría algunas semanas en poder dejar su trabajo y atravesar el país, mas no había prisa.

Matilde Ramírez Aranda

4 de enero
Siento curiosidad, oigo ruidos. Las tablas que el tiempo resecó, crujen de forma aleatoria en torno a nosotros, y bien digo, nosotros, porque Neptuno no se separa de mi lado y gira la mirada, como yo, hacia los orígenes distintos de los inquietantes sonidos. Desde que la mar está en calma aumenta mi agitación, oigo con claridad quejarse a la madera del piso superior o de los peldaños de la escalera.

5 de enero
Rondaba mi cabeza la historia que me había contado De Grät. En tiempos había tres hombres para atender el faro, fueron relevados por un solo hombre, que mantuvo, él solo, el faro en perfecto funcionamiento y al que encontraron muerto en uno de los viajes de abastecimiento de la balandra. Sorprendentemente, el faro no delató en ningún momento la falta de atención, ni siquiera después de encontrar el cadáver, y el cuerpo se halló aseado y perfectamente amortajado, como para unos funerales de lujo. La trascendencia de este dato ayudó a que me dieran el puesto, encontraron pocos voluntarios. Lo consideré un cuento popular, creencias de incultos que solo sirven para asustar a los niños. Ahora, sin embargo, pienso en ello.

6 de Enero
La calma me está volviendo loco. A los dos, a mí y a Neptuno. El clamoroso silencio agudiza nuestro sentido del oído, y al parloteo entre las maderas se ha unido un rumor a telas almidonadas, casi imperceptible, sólo a ratos. He examinado cuidadosamente todas las ventanas. No hay una sola cortina, pero aunque las hubiera no hay viento. Me queda por mirar la planta sumergida, esa que me he negado a visitar por temor a que la presión del mar y la humedad que empapa las paredes hagan ceder los muros. Esa que me hace pensar que puedo quedar allí, atrapado por los pedazos del coloso erguido sobre las aguas el día que estas se enfaden. Hoy reuniré fuerzas. No creo en los fantasmas... y el mar sigue en calma.

Enrique Tejón Fernández

REGANDO TOMATES CON CERA DE VELA

4 de enero
Hoy he sido atacado por piratas, pero no eran buenos piratas. En realidad no llegaron a atacar. Por casualidad me asomé a la ventana justo cuando estaban desplegándose por el islote, rodeando el faro. Como todos llevaban la espada en la mano, supuse que no traían buenas intenciones. Entonces hice lo que cualquiera haría: les grité: “¡Ríndanse, los tengo rodeados!”. Tiraron las espadas y se rindieron sin condiciones. Como no quería hacer prisioneros, les insinué que a lo mejor podían escapar. El jefe llamó a la puerta. Cincuenta metros más arriba mi fino oído oyó los golpes. Bajé y abrí. Me dijo: “¿Cómo vamos a escapar si nos tiene rodeados?”. “Cerraré los ojos; contaré hasta diez”. “Veinte”. “Veinticinco”. “Quince”. “Diez”. “Usted gana”. “Bien, empezamos”. Cantaban mientras se iban.

5 de enero
La niebla es tan espesa que al abrir la puerta ha caído dentro un trozo sobre mis pies; no he podido verlos hasta que salió el sol.

6 de enero
Me ha ocurrido algo terrible. Bajé a dar una vuelta por el islote y cuando volví el faro no estaba. Cogí una de las piedras del lugar sobre el que estaba construido y se la di a oler al perro. Echó a correr; le seguí. Se detuvo y escarbó como un poseso. Respiré aliviado, pues me avergonzaría mucho ser el único farero que pierde el faro. Pero el perro cogió la piedra que le diera a oler y la enterró; se sentó con la lengua fuera y me miró orgulloso. Creo que he sido muy brusco al decirle que era un perro muy malo. Después de todo, al darme la vuelta tenía ante mí dos faros.

Mª Jesús Rodríguez López

4 enero
La quietud de las mañanas en el faro me asombra. El rumor lejano de las olas, las miradas silenciosas de Neptuno. Ni el viento ni los pájaros se atreven a quebrar este silencio encantado.
Mis propios pasos dentro del faro parecen desprenderse de su eco y semejan susurros.
Cuando la mañana envejece se lleva consigo este sosiego y Neptuno responde con tres ladridos. Los sonidos se recobran de golpe: el viento sibilante corre por encima de las olas rompientes y los pájaros lo acompañan con una algarabía de trinos.
Neptuno y yo bajamos del fanal y, algunas tardes de bajamar, salimos a recorrer las pocas rocas que circundan el faro. Recojo algunas algas, pequeños moluscos o piedras y las arrojo para que Neptuno vaya a recogerlas. Pero Neptuno las mira distraídamente y luego se sienta, frente a mí. Me sostiene la mirada. En ocasiones me inquieta su insistencia.
* * * * *
Al atardecer subí de nuevo al fanal. Neptuno y yo nos sentamos a contemplar el ocaso. La tarde moría y algunas estrellas comenzaron a titilar tímidamente. El sol se ocultaba detrás del horizonte marino; refulgió desafiante, por última vez aquel día, tiñendo el cielo de sangre.
Desvié la mirada hacia Neptuno. Sus ojos me observaban con severidad. Por un momento, pensé: “Lo sabe”, y mi respiración se entrecortó. Pero al segundo Neptuno volvió a ser el mismo de siempre y recostó su cabeza junto a mis pies.

Manuel Ángel Ortiz Martínez

4 de enero
Sigo aquí sentada, mirando el horizonte. No necesito nada más. Llevo tres días en este faro y la soledad se apodera de todo. Hasta el aire huele a soledad.

5 de enero
Hoy se ha encaprichado el día en amanecer con sol. A mí me encanta y deseo que la mayor parte del tiempo sea así. Incluso hasta las gaviotas parecen alegrase. Vienen aquí, al fanal, donde paso la mayor parte del tiempo. Me dedico a leer y a contemplar el mar. Siempre está jugando con sus idas y venidas. A veces las olas parecen acariciar el faro y otras se baten con furia sobre los muros. He observado una lucha frenesí entre ellas por la posesión del faro. Pero no siempre es así.

6 de enero
Estoy cumpliendo las órdenes de De Grät. No me es difícil llevar el diario y tiempo para escribir en él no me falta. Aquí las horas parecen inmóviles. El tiempo pasa con una cadencia parsimoniosa. El ritmo del aire, incluso, es lento. No hay nada nuevo que añadir a este diario salvo que los días se repiten y encadenan monótonamente.

7 de enero
De Grät no confiaba en mí, en una mujer, en que pudiera hacerme cargo de este trabajo. Nada más lejos su equivocación. ¡Estos hombres! Si él supiera que justamente lo que quería era alejarme de ellos...
Aquí, recluida voluntariamente en este faro, soy feliz. Aquí no dependo de los caprichos de nadie y soy realmente dueña de mí.

Ana Alonso Cabrera

2 de febrero
Mi nombre es Theresa. He llegado a este faro hace unos cuantos días, el día 4 de Enero a última hora de la tarde, para más exactitud, cuando faltaban apenas un par de horas para la puesta de sol. Al entrar encontré una acogedora estancia, alumbrada cálidamente con luces de aceite, un pequeño fuego ardía en la chimenea y un perro dormitaba tranquilo sobre una pequeña alfombra cerca de la lumbre. Deduzco por la lectura de las anteriores anotaciones de este diario que este enorme perro, cariñoso y dormilón es Neptuno.
Me extrañé cuando, al entrar en la estancia, Neptuno no hizo ademán alguno de despertarse, y mucho menos ladrar o gruñirme. Unos instantes después de quedarme paralizada a la entrada, abrió los ojos y bostezó con su enorme boca para, con un gemido, cambiar de posición, acurrucarse un poco más y seguir durmiendo.
Confieso que estoy muy intrigada y asustada, pues ignoro el paradero del farero y no comprendo la actitud de este perro, que no ha dado señales de alarma y además me demuestra un afecto que me emociona. Ahora mismo está sentado a mis pies, y su cabeza reposa en mi regazo.
Lo primero que hice al llegar fue recorrer todas las estancias del faro, temerosa de encontrarme a cada paso al hombre encargado de iluminar la noche y el día a los muchos barcos que van y vienen por el océano inmenso. En mi deambular imaginaba a cada paso la aparición de un desagradable, feo, gordo y malhumorado farero que me echaría sin compasión y sin posibilidad de explicación alguna por mi parte. Pero no fue así y todo lo que encontré fueron las estancias vacías.

Mª Jesús Rodríguez López

4 enero
Me desperté con los primeros rayos de luz de la madrugada. El sol me hacía un guiño desde la línea del horizonte mientras se iba desprendiendo de su reflejo marino. Con el mar en calma, oteé con el telescopio en todas direcciones, pero comprobé aliviada que no se podía divisar tierra por ningún sitio. En realidad, no podía divisar <<nada>>; <<nada>> más que cielo y agua, pero, ¿no había sido ésa mi intención desde un principio?
Mirando hacia abajo, hacia el abismo marino, el azul se oscurecía y se enfriaba y era imposible distinguir nada más que vacío. Por encima de ese vacío, se erigía el faro, sobre unos pocos metros de tierra y rocas. ¿Eran realmente rocas? Creí distinguir un remolino bajo el agua, algo serpenteaba en el fondo del mar... Pero no, era sólo un pez escurridizo que no pude llegar a distinguir bien.
El día transcurrió sin ninguna novedad. Neptuno jugaba en las escaleras con una pequeña pelota de goma: la empujaba con el hocico desde el escalón superior y seguía su descenso hasta la base del faro. Mientras tanto, yo me entretenía oteando con el telescopio el horizonte marino, hacia todas direcciones; pero el mar estaba en calma y el cielo despejado; sé que su llegada será anunciada por el viento.

Mª Jesús López López

13 de enero
Contemplo el vuelo de las gaviotas, ágil, rápido; se lanzan sobre su presa y retoman el vuelo, las alas extendidas y el botín en su pico curvo.
Por el momento, trato de disfrutar de esta soledad en esta mar azul que se mantiene en calma, aunque me siento algo abandonada en este solitario faro blanco donde pasaremos el resto de nuestras vidas.
El viaje fue agitado pero, tal como habíamos acordado, no hablé para que mi voz no me denunciara.

14 de enero
Esta noche llovió copiosamente; sentía el golpeteo de la lluvia en el fanal, pero la mañana amaneció despejada y un arco iris adornaba el cielo reflejándose sobre las aguas.
Neptuno y yo ya nos hemos hecho buenos amigos. Todos lo días bajamos la escalerilla de hierro hasta el rompiente. La flora y fauna marinas son aquí muy abundantes. Todavía no domino el arte de la pesca, pero sí la recogida de cangrejos y lapas. Cuando está bajando la marea, desprendo las lapas con un rápido movimiento de mi dedo pulgar y atrapo los cangrejos inmovilizándolos con el dedo corazón y agarrándolos entre el pulgar y el índice. Neptuno corre tras ellos y ladra desconsolado, pero parece olvidarlo una y otra vez. Corretea trayéndome algas y yo le lanzo restos que recojo de algún naufragio.
Sería muy agradable dormir en el fanal con la visión de la belleza del mar, pero quizás las luces terminarían por romper mi equilibrio mental, como ocurrió con el desgraciado farero que me precedió en el puesto.

Mª Evelia San Juan Aguado

El día 5 de enero se desató una galerna furiosa, que duró varias horas, mientras la fragata navegaba en dirección a Las Américas con toda su tripulación. Iban también algunas esposas de militares, a las que se les había permitido acompañarles en su dura travesía.
En las cercanías del faro las olas bravías y seguidas se encrespaban cada vez con mayor fuerza y altura, provocando su invisibilidad. Los hombres luchaban codo con codo azotados por la lluvia y el viento que amenazaba con arrancarlos de cuajo de la cubierta. Los relámpagos y truenos casi seguidos producían espanto en ellas, que observaban desde la bodega aquella lucha desigual, sin saber cómo ayudar desde su confinamiento. Aunque era poco más de mediodía, la oscuridad se había enseñoreado de todo.
Poco después, un rayo fue a parar al palo mayor y provocó su ruptura, tras la cual cayó con estrépito y alcanzó a dos personas. Pronto la nave quedó a merced de las furias y acabó rota por el choque contra una enorme roca oculta bajo la crecida. El hundimiento se produjo en pocos minutos. Los gritos y peticiones de auxilio apenas se oían, ahogados en el fragor de los truenos. Las escasas personas que salieron a flote se agarraban histéricas a las pocas tablas que quedaban flotando, subían y bajaban como cometas y al poco desaparecían engullidas al fallarles las fuerzas.

Alejandro Alonso Cabrera (Jany)

4 de enero
Amanece tranquilo el día, el sol brilla con una luminosidad que jamás había visto. Unas pocas nubes se arremolinan en el horizonte, parece una tormenta lejana, muy lejana. Creí que no amenazaría nuestro día, y así lo confirmé al acabar el mismo, pero mañana no sé, tengo dudas, me siento inquieta y, quizá, algo atemorizada... Aún no he querido escribir nada en mi libro, tan sólo imprimo estas sensaciones. Por el momento sólo deseo disfrutar unos días de esta soledad tan “obligada” y, por otro lado, necesitada, ansiada.

5 de enero
Hoy he ordenado y limpiado un poco mi estancia, no es que me guste el desorden y el caos, pero pesa la educación recibida; de todas formas, estando solos Neptuno y yo, es cosa que no haré habitualmente.
He errado, pues pensé, viendo ayer las nubes, que hoy tendría tormenta. Está claro que del tiempo no sé nada, pues sigue brillando un sol enorme; el viento es frío pero suave. Al filtrarse por las grietas del faro suena como una dulce música, es como un canto que suena sorprendiéndonos gratamente. Varía según de donde proceda; por el norte suena como aquellas cancioncillas repetitivas y machaconas de cuando la niñez; por el oeste, es un sonido agradable, sencillo y simple, como el de las campanillas de los carruajes; por el sur, parecen campanas, muchas campanas sonando sin compás, sin orden y sin embargo dulces; por el este parecen trinos, pájaros cantores de primavera, y cuando se entremezclan, porque el viento está juguetón y varía de dirección, libre y a su antojo, si prestas atención, crees oír el canto de una sirena.


Mara (Mª del Carmen Salgado Romera)

5 de enero- Ayer lunes, hacia las nueve de la mañana, los marineros Alfred Drake y Robert Smith encontraron las botas de faena de mi primo Edgar Thompson al lado de esta puerta por la que se accede al balconcillo del torreón de la sala de máquinas.
Siguiendo las órdenes de su capitán, Drake y Smith me han traído hoy en una lancha. Los tres viajamos prácticamente en silencio. Consiguiendo, a duras penas, sobreponerme a mi inquietud por la desaparición de mi querido primo y a los recuerdos que me transmite este faro, al que no había vuelto desde pequeña, he logrado asimilar sus explicaciones sobre el funcionamiento del fanal y he quedado absolutamente sola al pedir que se llevaran a Neptuno, nuestro viejo mastín.
No puedo permitir que nada me distraiga: tengo sólo tres o cuatro días para intentar averiguar qué sucedió y dónde puede estar mi primo pues, cuando vuelva la goleta hacia La Isla de los Condenados para cargar minerales, me tendré que marchar aquí.
Esta madrugada, al despedirme del capitán De Grät en la goleta, aunque sus palabras eran firmes, su mirada reflejaba ternura y preocupación: “Te recogeremos cuando volvamos. Y no voy a admitir ninguna prórroga”- me advirtió, con la severidad propia de su autoridad dejando ver, de forma involuntaria, que no esperaba que encontrara a mi primo. “Te recogeremos” fueron sus palabras, no: “Os recogeremos”.
¿Soy, acaso, una ilusa por creer que sigue vivo?

Mar Cueto Aller

4 de enero- Hoy, por primera vez, he sentido añoranza del contacto humano. Me hubiese gustado disponer, aunque sólo fuese para conversar insulsamente, de mi ayuda de cámara Cynthia. Lástima que ella, aunque accedía a acompañarme en esta nueva aventura, se echaba a llorar cada vez que hablábamos de los preparativos. Creo que, en el fondo, ha sido una suerte prescindir de su compañía. Nunca supo apreciar la naturaleza y su única fuente de interés eran las intrigas palaciegas; cosas que yo detesto. Tampoco hubiese sido un acierto contar con Evie, la cocinera, pese a ser una de las pocas mujeres que no amenazaron con tirarse desde lo alto de la torre, si se insistía en que viniesen a colaborar conmigo. Sólo el aborrecible de Orndoff se ofreció voluntario, con su inseparable criado, para atender conmigo las tareas fareras. Para mi salvación, De Grät, que había asistido a mis gritos en una de las ocasiones en que el muy despreciable intentó abusar de mí, apoyó mi teoría: “Si un anciano enfermo pudo hacer el trabajo, en solitario durante décadas, no había razón para suponer que una mujer que todavía se encontraba en plenitud no pudiese también realizarlo”. Afortunadamente, cuando me estaba rindiendo al desánimo, apareció Neptuno lamiéndome la mano y ladrando en dirección a la puerta para indicarme que un paseo nos animaría. Tenía toda la razón, la brisa marina nos llenó de energía al instante, y corrí de nuevo hasta el faro en busca de mi libreta, el bloc de dibujo y los lápices de colores. Durante horas sentí una fiebre artística que me impulsó a dibujar bocetos sin parar. No podía parar. Casi terminé el cuaderno entero. Luego, empecé a escribir poesías sin apenas reparar en las frases que me venían a la mente. Todo, me parecía hermoso, todo, digno de ser preservado. Quizás mañana lo vea de otro modo.

- No he perdido ni una chispa del ardor creativo que ayer se despertó en mí. Debe ser que la mar me invade contagiándome su fuerza, o la luz del faro que me irradia su potencia. Jamás había sido tan activa. En sólo dos días he terminado con la provisión de material de dibujo. También he llenado la libreta de poemas. Sólo me queda este diario y el tintero. Debo dosificarlo lo mejor que pueda. Pero, no estoy triste, ni pienso enviar las palomas mensajeras en busca de suministros. He pensado que puedo grabar con la navaja los poemas en las rocas. Y hacer figuras en la arena de bellas formas marinas, o seres mitológicos.

6 de enero- Ha sido magnífica la idea de las figuras. Pero, me apena ver cómo la mar se las lleva, pues algunas son tan lindas que parecen poseer vida propia. Se me ocurrió mezclar la arena con el aceite de las lámparas para ver si lograba hacerlas más duraderas. Ha sido un fracaso. Aun así, no me he desanimado y mañana intentaré mezclar la tierra de los acantilados con la pez que hay en el barril del barco que naufragó con material para la fabricación de odres.

7 de enero- Ha ocurrido algo horrible. Mientras me encontraba en la base del faro preparando la amalgama de tierra y pez para hacer nuevas y resistentes figuras, oí la odiosa voz de Orndoff. Me refugié rápidamente dentro del faro y me negué a abrir la puerta. Intentó abrirla forcejeando, ayudado de sus secuaces, pero fue incapaz. La sólida puerta de hierro forjado es inexpugnable. A pesar del pánico que se apoderó de mí, hubo momentos en que no pude reprimir una sonora carcajada, que le hizo refrenar la sarta de blasfemias que salían a borbotones de su boca. Quizás porque estaba muy nerviosa, o porque su comportamiento me parecía ridículo, encontraba algo cómico en el hecho de que su bellaquería se viese truncada por una humilde mujer. No comprenderé nunca el motivo de que se haya obsesionado de tal forma conmigo, él que acostumbra a comprar o engañar a cuantas mujeres hermosas se cruzan en su camino, mucho más jóvenes y bellas que yo. No acierto a comprender: ¿Cuál ha sido mi error? ¿Qué pude haber hecho para desatar una pasión tan aborrecible y desatinada?
No me atreví a salir del faro en todo el día. Ya no se oía ningún vestigio de que nadie merodeara en los alrededores. Pero, para no tentar a la suerte, permanecía en silencio guarecida en la circular edificación. Neptuno me hacía silenciosa compañía. Había dejado de ladrar justo en el momento en que presintió que ya no corríamos ningún peligro. Me entretuve haciendo figurillas y sólo paraba para comer o dormir cuando me fallaban las fuerzas. Llegué a perder la noción del tiempo.

25 de enero- No supe con exactitud en qué día me encontraba, hasta que la roja y puntual mancha que acude a mí cada veintiocho días hizo su aparición. He terminado con la pez y con la serie de figuritas que me había propuesto realizar. Una por cada escalón del faro. Sé que todas son diferentes, pero no sabría decir la cantidad. En cuanto llegué al medio centenar, empecé a perder la cuenta. Ahora me entretendré grabando poemas en las rocas o creándolos mentalmente aquí adentro.

2 de febrero- Tras el temporal que sacudió la costa, los anteriores días, una fuerte calima invadió el espacio. Después, sucedió algo increíble y maravilloso. Un pequeño bote salvavidas bastante desvencijado llegó a la playa. El único tripulante que portaba se encontraba desmayado y sin fuerzas cuando lo divisé en la playa. Al principio no encontré nada interesante en él, salvo la oportunidad de realizar una buena obra. Según fue satisfaciendo su sed y alimentándose de galletas su expresión se fue tornando más armoniosa e inteligente. Su voz, en principio me pareció ronca y desarticulada, pero, como pude comprobar más tarde, era muy suave y agradable. Durante una semana vivimos un idílico romance. Me hizo recordar lo agradable que es sentirse amada por la persona que uno desea. Algo que no pensaba que pudiese revivir desde que Orndoff se batió en duelo y sobornó a los últimos pretendientes que me quedaban. Tenemos tantas cosas en común que creo que nunca me cansaría de estar a su lado. He tratado por todos los medios de cautivar su interés y creo que lo he conseguido sobradamente. Entre nosotros no ha habido ninguna clase de reservas. Le he enseñado todos mis dibujos y poemas. Él, además de escucharlos, me ha recitado en mi idioma y en el suyo los más bellos que haya escuchado jamás. Hasta ha tenido la encantadora ocurrencia de improvisar algunos para mí. Apenas le escuché ya sentí unas casi irreprimibles ganas de besarle. Cuando terminó de recitar, ninguno de los dos pudo evitar que nos uniéramos apasionadamente. Desgraciadamente, tiene que ir a Londres a solucionar los asuntos que le trajeron hasta aquí. Pero, ha prometido que en cuanto lo tenga todo arreglado regresará junto a mí y ya no volveremos a separarnos jamás.

5 de marzo- Hace dos días que se ha vuelto a desatar un temporal. Aún no ha regresado Pierre y temo que algo desagradable pueda sucederle. Espero que sepa evitar a Orndoff. Me aterra pensar que pueda enterarse de lo nuestro y trate de asesinarle, sé que a este hombre no podría sobornarlo como hizo con algunos de los despreciables que conocí en el pasado. Pero, estoy segura de que lo mataría o lo mandaría matar si se enterase de que estoy enamorada de él. He dejado de escribir poemas, me siento incapaz de hacer nada que no sea mirar desde lo alto de la torre. Hasta que no regrese junto a mí, no tendré fuerzas para hacer nada. Hasta Neptuno le echa en falta, le veo más desganado, y sólo se anima cuando acaricio su pelaje.

15 de marzo- Ha llegado la calma, pero en mi mente sigue habiendo turbulencias. Me temo lo peor. Algo malo ha tenido que suceder cuando Pierre no ha regresado. Me juró que sólo aceptaría el puesto de perfumista real si le permitían elaborar en el faro sus fragancias. He enviado dos palomas mensajeras a la corte, pero no he recibido contestación. El insoportable de Orndoff ha debido de interferirlas antes de que llegasen a De Grät; otra cosa no se explica. Estoy desesperada. Me entran ganas de abandonar el faro e ir a la ciudad en busca de Pierre. No sé cuánto podré seguir esperando.

27 de marzo- ¡Al fin! Diviso a lo lejos una embarcación. Ya no puedo más. Voy a bajar y salir a su encuentro. Espero y deseo con todas mis fuerzas que se trate de Pierre. Si se tratase de Orndoff, sólo tengo a Neptuno para defenderme, lucharemos con todas nuestras fuerzas hasta sucumbir.
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Mara (Mª del Carmen Salgado Romera)

 EL FARO DE LA LIBERTAD

4 enero- No nos fue difícil engañarles, ¿verdad hermano? Llevábamos meses preparándolo todo, casi sin necesidad de hablar. Yo sentía tu amor por ella. Tú, mi amor por la libertad. Cuando crecimos juntos en el vientre de nuestra madre, Dios al modelar nuestro sexo confundió nuestros cuerpos. Yo debí nacer hombre y tú mujer. O los dos hombres, pero tú no tan sensible, tan frágil. A tu lado cualquier mujer, nuestra madre, tu amada, mis amantes, parecían bastas, poco delineadas, embrutecidas por la vida, asfixiadas por su olor a cosmético, a mentira, a fraude. Tú, sin embargo, eres un ángel puro que no puede percibir más que bondad. Hasta donde no la hay. Recuerdo, hermano, las burlas de Orndoff; cómo le hablaba de ti a nuestro padre, despreciándote, diciendo que yo era más hombre que tú. Riéndose de tu larga melena recogida en coleta, comparando esa cola con la de un caballo español deseoso de ser montado por un hombre. Y mientras, yo escondida tras los cortinajes, apenas con quince años y con el odio penetrando en mi mente, con el odio asomándose a mis puños, deseando saber empuñar una espada y acabar con ese destructor. Porque destruyó a nuestra familia. Sembró en nuestro padre el sentimiento de culpa por haber concebido unos hijos tan extraños. Y sembró en nuestra madre la semilla de un bastardo. Pero eso sólo lo sabemos tú y yo, y con nosotros morirá el secreto de nuestra madre, que vivió apresada en un castillo que era, a la vez, su hogar y su tumba: rodeada de lujos aparentes y miseria escondida; de aromas de flores en los jarrones y de sangre en la arena de los sótanos que ambos, aterrados, recorrimos cogidos de la mano, pálidos como las noches sin luna; iluminada por arañas cuyos destellos rutilaban en los carbúnculos que tintineaban en las lechosas muñecas de sus amigas, mientras en la calle los perros y las personas se disputaban los despojos de nuestros banquetes. Ese castillo fue su hogar y su tumba. Pero ni ha sido nuestro cobijo, ni volveremos a él nunca. Ni tan siquiera para despedir a nuestro padre, cuando De Grät anuncie a los cuatro vientos que se acabó su mísera vida. Ni siquiera para contradecir al obispo cuando diga que fue un bienhechor de la ciudad, amante esposo y padre, amigo de sus amigos y respetado por sus enemigos. Ni siquiera. Porque a los que asistan a su funeral no les interesa escuchar que fue tramposo, egoísta, necio y sordo a la justicia. Avaro para los lujos y los placeres. Como ellos. Y a los que no asistan no hará falta decirles nada, porque ya lo saben. Por eso nos han ayudado.
Tampoco volveremos a recoger nuestra herencia, que ni tú ni yo queremos el oro contaminado por manos sucias y poderosas, ese oro que quilate a quilate han sacado de las costillas del pueblo.
Hermano… si por algo siento pena es por habernos separado. Sé que no nos veremos más. Tú, a estas horas, ya estarás con tu protectora amada. Para mí, este faro es mi refugio, frío, húmedo, maloliente; solitario como la flauta de un fauno perdida en lo más profundo de un bosque mágico. Porque la magia nos ha ayudado. Dime si no hubo magia cuando caí del caballo, al lado de aquella mujer con el fardo lleno de piñas, me torcí el tobillo y ella se arrodilló junto a mí, sin inmutarse mientras nuestros acompañantes la vituperaban y daban puntapiés a su saco; ella me hincaba sus pulgares entre la carne y el hueso, moviéndolos hacia arriba y hacia abajo, musitando aquellos rezos que ahora también tú y yo rezamos. Dime si no hubo magia cuando, en pago, yo quise llevarle un regalo y ella extrajo del bolso de su mandil un puñado de huesecillos, los desparramó sobre la mesa de su choza y presagió: “De aire sois y, al esconder vuestra identidad, uno al agua vencerá y el otro con el fuego creará un nuevo ser que recuperará vuestras tierras”.
Ese será vuestro hijo, hermano. El que arrebatará a nuestro hermanastro las posesiones que ni tú ni yo queremos. O será el que borre el odio, o queme el monte y el castillo, o el que… no sé, pero será vuestro hijo, hermano. Yo seguiré aquí, hasta que descifre el libro de la mujer sin nombre. Hasta que sepa por qué fallan mis invocaciones, por qué no puedo ver a través de los posos del café y entender de qué hablan los animales. Quiero saber qué es lo que ocultan las nubes, y si las estrellas suenan. Pero sobre todo, quiero olvidar. Olvidar hasta, incluso, el momento en que decidimos delinear nuestra libertad. Pensamos que sería bueno que yo muriera. El 17 de agosto de 1795 era la fecha oportuna. Los dos iríamos con los cortesanos a la cacería. Yo era la única mujer. Montada a horcajadas sobre el caballo galopé hasta la cabaña, oyendo a mis espaldas vuestros gritos. Allí me escondió la vieja. Le pegaron. No dijo nada. Pasaron tres largos meses, me dieron por desaparecida. Organizaron mi funeral, con un féretro vacío. Mientras rezaban por mi alma, yo me reía a escondidas. “Tanto te afectó mi muerte” que pediste este destino, la soledad: ser farero en el faro más lejano, encender su fanal para iluminar el viaje de mi alma al purgatorio. ¡Qué satisfechos quedaron! Al principio, por guardar las apariencias, pusieron pegas, hasta incluso se inventaron una profecía que me contaste cuando fuiste a verme al bosque. Luego ya fijasteis fechas. Tú sólo pusiste la condición de que dos días antes del embarque, y durante el viaje, nadie debía hablarte: necesitabas silencio para concentrarte, seguías guardándome luto a mí, tu hermana gemela, tan igual a ti que sólo por la ropa y por la voz nos distinguían, que bebió el inicio de su vida contigo en la misma copa durante veintisiete lunas. Hasta nuestro padre lo comprendió. Y así, fue fácil intercambiarnos. Cuando llegué, inicié este diario en tu nombre, manuscrito que permanecerá en el faro. Ahora arrancaré esta hoja. O quizás, mañana siga escribiendo y separaré las hojas cuando sea necesario. En estos momentos estoy oyendo el viento silbante penetrando desde abajo en el faro. Me estremezco al pensar que estoy yo sola, sin más compañía que nuestro perro, pero… ¿sabes, hermano? he leído que aquí, muy cerca de este faro, han avistado sirenas. Ayer creí oír sus cantos.
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Alejandro Alonso Cabrera (Jany)

4 de enero- Parece ser hoy una copia del día de ayer, ni siquiera las pocas algas parecen haber cambiado de lugar. El cielo mantiene su manto impoluto, apenas unas pocas nubes doradas al atardecer. Seguí explorando mi faro –puesto que ahora soy su poseedor-, ya que ayer aunque completé la visita, no fue un examen exhaustivo. No tiene nada, pero quise investigar casi piedra a piedra. Ayer noche desperté varias veces con la obsesión de que una ola gigante partía el faro, una estupidez, lo sé, pero me dejó una sensación de impotencia por lo que no he podido evitar hacer este recorrido. No he encontrado nada que haga que me inquiete, por lo que he de dar por zanjado este asunto.
5 de enero- Hoy he dado un pequeño paseo por los alrededores, la marea estaba baja y pude así disfrutar del entorno. A la derecha de mi Faro, hay unas cuevas horadadas por las mareas. Cuando tenga un poco de tiempo -¡cómo si no lo tuviera!- examinare algunas de ellas. Hasta hoy no me había atrevido a salir de mi fanal. Me había recluido y las horas se me pasaban en este penal. Comía cuando mi estomago así me gritaba, y la noche caía como susurrando. No se ven barcos en la distancia, en estos pocos días que llevo, habré avistado uno, el que me trajo a este paraje.
6 de enero- Hoy se me asemeja al día de ayer, parece copia.
7 de enero- El día ha trascurrido sin alteraciones que distrajeran mi lectura. He comenzado, y casi terminado, la vida y extraordinarias y portentosas aventuras de Robinson Crusoe de York, de Daniel Defoe. Ciertamente su lectura ha avivado en mí la sensación de naufrago, salvando ciertas distancias, nos asemejamos bastante. Su amena lectura me ha llevado a realizar una sola comida, momento en el cual he aprovechado para realizar la rutinaria inspección del faro. Neptuno esta a su antojo, entra, sale, pasea, y se acurruca al lado de mi catre.
8 de enero- Me he levantado apático y doy gracias al cielo que estoy solo, ya que hoy estaría insoportable. En condiciones normales, no saldría de casa ni recibiría visitas. La niebla me visita.
9 de enero- Repito los pasos y el humor. Parece haberse estancado en mí, al igual que la niebla, el día de ayer. Neptuno rehuye mi vista, ni caricias desea. Se ha pasado el día fuera, y sólo ha regresado para dormir.
10 de enero- No deseo que la locura florezca en mí, pero repito el día de ayer y el de antesdeayer.
11 de enero- No tengo nada que decir, vivo anclado en el mismo día, sin que nada cambie.
12 de enero- Igual
13 de enero- Sé que hoy es miércoles, pero parece ayer martes, o el lunes, o el domingo, o el sábado, o quizá el viernes. Tan sólo Neptuno me importuna, y lo hace sin darse cuenta, sin quererlo.
14 de enero- Las gaviotas me despertaron esta mañana, estaban alborotadas. Algo había en las rocas que las turbaba. Después de desayunar me acerqué a aquel lugar, había un pez de atrapado en las rocas y todas parecían querer disfrutar de aquel festín. No pude distinguir que pez era, por lo que descendí entre las rocas. ¡Maldita la hora en que lo hice! Resbalé y caí al mar. Los ladridos de Neptuno aún me agitaron más. Intenté llegar a las rocas pero la mar me tragaba, me alejaba cada vez más en cada intento. Temí por Neptuno, temí que se lanzara a la mar en mi ayuda, temí perderle a él también. Forcejeé a brazo partido, era una contienda desigual, un minúsculo ser contra el enorme mar. David y Goliat. No debía desfallecer. Los ladridos sonaban quejicosos, pero ahora un tanto lejanos. En esa lid, me debute un instante para recobrarme, para ahorrar esfuerzos. Me dejé llevar. Creyéndome la mar abatido, resurgí cual ave Fénix y por fin toqué tierra. Neptuno me llenó de lenguatones, babó toda mi cara y mis manos mientras, yo yacía desfallecido entre las rocas. Me maldije el resto del día. Hasta la noche no me di cuenta de que ya no era el miércoles, ni el martes ni ningún día anterior. Me acurruque en el catre y deje, junto a Neptuno, que pasara el día.
15 de enero- Apenas he dormido hoy. Estoy cansado y el día se me antoja melancólico. Estoy solo. Estamos solos.
16 de enero- No sé si este continuo mecer del mar me esta buscando, lo cierto es que temo abandonar este encierro y acercarme a la orilla. La soledad, mis propios pensamientos, y De Grät, están empezando a hacer mella en mí.
17 de enero- Llevo tres días sin salir de mi faro. Tampoco he hecho la revisión. De todas formas supongo que podría funcionar un tiempo sin mi ayuda. Tan solo el valiente e intrépido Neptuno campa a sus anchas en este pedrusco. Parece disfrutar de mi soledad más que yo.
18 de enero- Nada reseñable en el día de hoy –es más, creo que no quiero reseñar nada hoy-.
19 de enero- Parece que este frío invierno me esta entumeciendo. Me ha parecido sentir que todo a mi alrededor se esta entumeciendo, las gaviotas, las nubes, la niebla, el mar... De Grät me torpedea la cabeza insistentemente. Incluso Neptuno parece haberse contagiado de esta “enfermedad”. También a él le encuentro apático, abatido y triste.
20 de enero- Los ladridos de Neptuno, correteando fuera, me han despertado. Hoy luce un sol enorme. Parece que este periplo de entumecimiento por fin nos ha abandonado. Todo parece cobrar vida de nuevo. Me siento lleno de poder. He vuelto a mis habituales quehaceres, incluso he dado una vuelta alrededor de mi castillo. Él me asegura el cobijo necesario. El temor a la mar parece haber desaparecido, se ha esfumado como la espuma del mar contra las rocas.
21 de enero- He retomado la escritura de mi libro. Los acontecimientos pasados, estas experiencias, me han motivado a tomar, por fin, la pluma. El papel en blanco no es un reto. Parece que las palabras, que las ideas, surgen por si solas. Sin darme cuenta ya he garabateado más de veinte hojas.
22 de enero- Las musas siguen conmigo. Es como si no pudiera parar. Me he despertado varias veces esta noche y no he podido resistir la tentación de seguir escribiendo. Se me amontonan las ideas, las palabras, y he de darles salida... No quiero perder un segundo de esta inspiración. No debo olvidar, cuando vea a De Grät, agradecerle este inmenso placer, no hay paraíso comparable. Quizá sea esa necesidad, hasta insolente, rallando la mezquindad, de la soledad, la que me place. Dicen los hombres de mar que aquel que mora en el faro pierde cordura al cabo del tiempo. Es tan grande la soledad, tan grande el mar, con el viento arreciando, con las sacudidas de las olas, que poco a poco te va minando la razón. Pero no correré tamaño infortunio, sólo un hombre simple llega a tal puerto. Un hombre cultivado y versado en las artes jamás olvidará la razón de su ser. Tal vez también la profecía de De Grät esté equivocada.
24 23 de enero- Apenas tengo tiempo. ¿Quién me lo iba a decir? Entre el poco mantenimiento del faro y mi libro, apenas encuentro tiempo para alimentarme. Sin embargo pienso que debo ser más comedido. No debo dejar que esta inquietud se apodere de mí. Sé que tengo que tranquilizarme, tomarme el libro más relajadamente. Pero tengo miedo, sí, tengo miedo de perder mis musas, pero, por otro lado, ¿a dónde pueden ir?
24 de enero- La niebla parece estancada a nuestro alrededor, alrededor del faro y alrededor de mí. Pero no es obstáculo. Mi libro y yo tenemos un pacto. Yo, le seguiré escribiendo y él se sentirá complacido y orgulloso con las caricias de mi pluma. He dejado que las musas descansen un rato, no quiero que se sientan cercadas y traten de huir. Le he dedicado un poco de tiempo a Neptuno; estos días de atrás le he tenido un tanto olvidado. Lo cierto es que las musas y yo hemos formado un buen círculo. Ojalá que esta amistad se torne duradera. El faro, las musas, mi libro, el mar, Neptuno y yo convivimos en total armonía. Creo que unos dependemos de otros por lo que no debemos ni podemos abandonarnos.
25 de enero- Los quehaceres se me están multiplicando. Hoy mis musas querían dar un paseo por el islote. Buena parte de la mañana ha dado el sol y hemos aprovechado para salir. Meletea siempre nos tranquiliza cuando nos alborotamos un poco. Aoide es más solitaria, creo que se esta enamorando del mar. La oigo hablar entre susurros en la orilla. Sin embargo Mnemea es la más habladora, nos relata hechos acaecidos en miles de lugares, es la que más mundo ha recorrido, y es la que me proporciona las rutas a seguir con mi libro. Neptuno la mira con cierto asombro, ensimismado, como si realmente entendiera sus palabras. Tal vez las voces de las musas sean, por ser musas, entendibles por la naturaleza entera. El faro, que se me asemeja a un cetro, apenas cuenta nada, desde su inmovilidad, parece devorar todo lo que contamos, como queriendo guardarlo para sentirlo, para vivirlo.
25 de enero- Al despertar Aoide no estaba con nosotros. Me aterró la idea de que nos hubiera abandonado. Nadie sabía donde estaba. Salimos presurosos y encontramos a Aoide sentada en las rocas, cantaba un bello son a la mar. Nos sentamos tras ella para no perturbarla, incluso Neptuno permanecía callado, tranquilo. No sé las horas que pasamos allí, pero si así fuera el canto de una sirena, así hubiera perdido la razón. Comenzó de pronto a llover y contemplamos un arco iris como jamás yo había visto. Después de unos minutos corrimos a guarecernos en el castillo. No paró de llover el resto del día.
26 de enero- Hoy he revisado las provisiones, así como el aceite de la lámpara. La experiencia de los hombres que por aquí pasaron me tranquiliza en este aspecto. Pero me asalta la duda, si el país, si la <<sociedad>> se parte, entra en guerra, si mueren aquellos que saben de mí en este paraje, si el olvido eterno se cierne sobre mí, ¿Qué fin me esperaría? He de alimentar mi alma y mi espíritu para no caer en la locura. He de apartar de mí las dudas e inquietudes y arrojarlas al mar. He de decirle al mar palabras de razón y que los ecos sobre las rocas no turben mi juicio. He de... dejar de pensar en ello.
27 de enero- La tormenta, que dos días nos ha retenido en el castillo, por fin ha pasado. El cielo sigue encapotado pero, al menos, no llueve. Mi castillo no se encuentra bien. Tanta lluvia ha debilitado su cuerpo. Parece temblar cuando el viento vira y arremete contra él. Gracias a Meletea todos nuestros pesares son despejados, siempre encuentra una palabra, una razón que nos tranquiliza. No tengo palabras para De Grät. Sólo hecho de menos aquel té que preparaba Miss Collete en el casino. Tenía el punto justo de amargor y de dulzura, es una mezcla muy especial, solo comparable a la que preparaba el criado moro del General Hubert. Tomaba tres tacitas de té y el General siempre comentaba “la primera amarga como la vida, sin azúcar; la segunda, dulce como el amor; y la última, muy azucarada, suave como la muerte”.
28 de enero- Qué bien huele este aroma a mar. El día ha amanecido templado y mis pulmones quieren llenarse de este perfume. Ninguno se había percatado, pero Mnemea, que por naturaleza es muy curiosa, me ha señalado el calendario. Al principio no sabía que me quería indicar, pero al señalarme también el diario pensé que había olvidado hacer la anotación. No, no era eso, la anotación estaba hecha, pero al mirar de nuevo el calendario, me he asustado. Llevo veintinueve días en el castillo y he perdido un día. No quería releer el diario, solo he mirado las fechas, y horrorizado compruebo que he cometido un grave error. El día 23 ya tuve un conato. Casi me salto un día, pero al momento me percaté. El día 24 y 25 son correctos, pero el día 26 erré y creí estar en el día 25, desde ahí he perdido un día. Por lo tanto hoy no es 28 de enero, es 29.
30 de enero- Continúo con mi libro, con los quehaceres diarios de mantenimiento y lo alterno con alguna lectura amena y distraída. También tenemos ratos de conversación, normalmente cuando paseamos a media mañana por el islote. Neptuno se siente feliz. Jamás vi animal alguno como él, como con tan poco es tan feliz. Nuestros paseos se nos antojan enriquecedores. Aoide nos ha traído rumores del país, son solo rumores, al menos eso piensa Meletea, y mi castillo, siempre con los pies en el suelo, no cree en los rumores. La verdad no me siento afectado por ello. Me hubiera gustado saber algo de De Grät y de Orndoff.
31 de enero- Hoy hemos celebrado un pequeño banquete. No hay un motivo especial, pero según Aoide, y con razón, no hay porque tener un motivo para celebrar algo. La felicidad es más importante que cualquier acontecimiento. Y cuando se es feliz, como lo somos nosotros, cualquier momento es bueno, y el momento ha sido hoy. Hemos abierto una de las botellas de vino de Oporto, el sabor del brandy de este Oporto es más fuerte aquí que en tierra firme. Hemos bailado y cantado, aunque nada comparable con lo que hace Aoide, es realmente fantástico.
1 de febrero- Hoy me siento un poco incomodo, es el día del reaprovisionamiento y no nos apetece salir de nuestro retiro. Sé que recibiré noticias de De Grät, que llegaran provisiones y más aceite para la lámpara, y espero saber algo de esos rumores que comentaba Aoide. Pero tener que ver y hablar a Nilsen y Owen no me entusiasma demasiado, sobre todo por el malhablado de Nilsen. A Neptuno tampoco le gusta ese Nilsen, siempre lo tiene a cierta distancia. No sé que verá Neptuno en él que hace que le rehuya.
2 de febrero- El avituallamiento no ha llegado. Supongo que no es una ciencia exacta por lo que creo que no debo preocuparme. Para el siguiente viaje debo pedir que De Grät me envíe más papel, una par de plumas de repuesto y tinta. No estoy sorprendido por la animosidad que he puesto en mi libro, de hecho no todo el merito es mío, he de agradecérselo a mis musas y al castillo. Somos un buen grupo de trabajo. Tengo una carta para De Grät con las peticiones y la mayor de mis gratitudes.
3 de febrero- Nada sabemos del balandro. Castillo está empezando a ponerse nervioso, cree que no habrá luz en su futuro. Mis provisiones me mantendrán vivo todavía una o dos semanas más, no tengo preocupación al respecto. Siento que el aceite esté a punto de agotarse, no sé si Castillo lo soportará. Todos hemos arrimado el hombro, buscando alguna posible solución. Bajando la intensidad de luz quizá podemos hacer durar el aceite hasta que lleguen las provisiones. Como último recurso, podemos quemar algún mueble o alguna de las maderas que quedaron de la construcción de Castillo.
4 de febrero- A la orilla han llegado unos maderos que parecen pertenecer a algún navío, quizá sea la verga, por su tamaño, de algún barco pequeño. Un balandro tal vez, como el que me trajo aquí. No quiero creer que mi balandro haya naufragado, no puedo siquiera pensarlo. Mnemea no tiene ninguna noticia de interior, por lo que algo nos tranquiliza.
5 de febrero- No he podido escribir nada hoy. Tenemos la mirada puesta en el horizonte, que se nos muestra falto de vida, sin embargo no podemos cejar en ese empeño de seguir mirándolo. La noche cae y no hemos avistado nada. Esta nueva rutina nos está lacerando, apenas hablamos, apenas comentamos nada, ni siquiera Aoide se atreve a susurrar alguna melodía.
6 de febrero- Me sorprendió y la vez me lleno de felicidad, duró instante, he de reconocerlo, el oír la voz de Owen me satisfizo. ¡Por fin han llegado provisiones! No sé porque Neptuno no me avisó de su llegada, tal vez sea por ese “odio”, esa “enemistad” con Nilsen. Lo cierto es que no se llevan bien, mientras uno lo rehuye el otro parece querer “tenerlo”. Se cuenta que hay animales, perros y gatos, que saben cuando un ser humando ha comido alguna vez a algún congénere, y no quiero pensar que este sea el caso, pero Neptuno me hace creer en esa posibilidad. Nilsen comentó que las tormentas habían demorado su salida. No crucé más palabras con él. Llena de tizne cualquier cosa que diga. Le di la carta a Owen, sabía que así llegaría a manos de De Grät. Al verlos partir, suspiramos reconfortados. Empleé toda la mañana y parte de la tarde en colocar las provisiones. He visto, y tendré que agradecérselo, que De Grät me envíe otra caja de Oporto.
7 de febrero- Estoy cansado, ni siquiera me apetece conversar con las musas.
8 de febrero- Me he despertado y Meletea no estaba, Mnemea tampoco. Creí oír a Aoide en las rocas, tampoco estaba. Desesperado busqué por todo el islote, grite sus nombres más ninguna contestó. He llorado como si hubiera perdido al ser más querido.
9 de febrero- He saltado del catre, esperanzado de que mis musas estuvieran allí, pero ninguna hallé. Castillo tampoco sabe nada, ni cuando partieron, ni por donde. El horizonte se me parte en dos. Lloro. Ni siquiera Neptuno es consuelo en estos momentos. Lloro.
10 de febrero- Esta agonía me esta matando. El uñado cuaderno se me aleja cada vez que intento retomar la escritura. Cuando lo alcanzo las palabras parten fuera de él. No puedo escribir. Tan solo estos retazos me sostienen.
11 de febrero- No sé si tengo que hacerme a la idea de esta nueva situación, estoy como al principio, solo. No creí que llegaría a añorar la compañía. No creí que la soledad, tantas veces querida, sería ahora motivo de temor. Tengo miedo.
12 de febrero- Han pasado cuatro días ya desde la desaparición de las musas. Las evoco en mis recuerdos, las evoco en mis actos, y nada ya me place. Neptuno, siempre fue solícito, me mira desde la distancia. Me he dado cuenta de que hace días que, ni yo le doy, ni él me pide caricias. Castillo parece haberse mutado y ser simplemente roca. Desespero. No quedan lágrimas para desahogar este lamento.
13 de febrero- Rehago mi vida. Tras mirar el inmenso mar, he visto un barco, un barco que se aleja. Quizá sea simplemente eso. Las cosas vienen y luego se van, es como la vida, como las mareas, como el viento que arrecia y luego se calma.
14 de febrero- Hoy no he podido salir en todo el día. La niebla y la lluvia han surgido de pronto y no nos ha abandonado. Hemos intentado seguir con el libro. Las palabras ya no fluyen con esa facilidad y sencillez de antaño, pero, sin embargo, de mi pluma gotean.
15 de febrero- La niebla se ha disipado. La lluvia permanece, incansable, incesable. Parece querer borrar los caminos, parece querer limpiar las almas. Nada importa ya, nada, salvo mi libro. Por él, y por De Grät estoy aquí, y ese es el único objetivo.
16 de febrero- ¡Cantos! ¿Cantos? ¡Cantos! No puede ser. Aoide, es la voz de Aoide, que suena abajo, en las rocas. Aoide ha vuelto. ¡Al fin mis musas aquí! ¡Que regocijo! Neptuno bailaba y gritaba por mi pasión, entorpeciendo el paso. Temblaba de emoción, las piernas no me sujetaban, y sin embargo pude llegar a las rocas. Allí estaba, cantándole a la mar. Cantándole una canción, una triste canción, una canción de amor, una canción de despedida, una canción de adiós. Me senté a su lado, sin proferir ruido o hacer gesto alguno. Amores que no pueden ser. Al caer la noche me quedé dormido.
17 de febrero- Desperté en las rocas, arropado por un cálido viento junto a Neptuno. Había pasado la noche en las rocas. Aoide ya no estaba allí. Debió velarme toda la noche, pues ni frío ni temor turbaron mi sueño. Al llegar a Castillo, comprendí que sólo él y Neptuno son fieles, que el resto, que mis musas, van, vienen, y se vuelven a ir, que debe ser así, y que la llama de la esperanza de volver a verlas no se puede perder. Es como el faro que guía a los marinos, ellos no pueden perder la esperanza de encontrar la luz que les guié. Es una promesa de aliento. Me senté, tomé el cuaderno y escribí, sin parar, páginas y páginas, hasta que finalicé el libro, después Morfeo me tomó.
18 de febrero- Hades me ha visitado en sueños. No creó en premoniciones, no creo en santeros, no creo en brujas ni en las historias de viejas que te meten el miedo en el cuerpo, por algo soy un ilustrado reconocido. La razón es lo único que tenemos para mejorar y debemos, pues, combatir la ignorancia, la tiranía y la superstición. Sus palabras no me debilitaron, en el sueño la lid cayó de mi lado y, herido y maltrecho, huyó buscando refugio. Sin embargo sus palabras cayeron como una losa sobre mis hombros. “Cuando no hay salida, todo vuelve a empezar”.
19 de febrero- Hoy, mi primer día en el faro, hago esta anotación en mi diario, según lo acordado con De Grät. Llevaré el diario con la mayor regularidad posible, aunque Dios sabe lo que podría sucederle a alguien tan solitario como yo... Podría enfermar, o algo peor...
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Juan López Trujillo

SE CIERRA EL CIRCULO
5 de enero
Hace poco se acaba de marchar la balandra, dejándome solo en este faro, con mis parcas pertenecías.
Al fin he conseguido mi propósito. Es cierto que he debido molestar a algunas viejas amistades, mover algunos oxidados resortes y gastar algo de mis exiguos ahorros en queso y vinos de mi tierra, pero el final ha sido el apetecido.
Me encuentro solo en medio del mar. Aquí se acaba mi viaje que se inició hace ya tanto tiempo que se evapora como una niebla en los recuerdos.
Todo comenzó cuando plenos de ansias y de sueños, mi amada y yo decidimos dejar la tierra que nos vio nacer, cansados como estábamos de tristes monotonías, de únicas y cercanas metas, de días siempre iguales.
Y empezamos un nuevo caminar, mirando siempre al lugar donde el sol nace. Dejamos surcos y pámpanas, ribazos y breñas, terrones y cardenchas y salimos en busca de otras luminosidades, de otros colores, de otro mar que no fuese el rubio y picajoso mar de las espigas.
Tras no pocas vicisitudes, logramos encontrar nuestro sitio al lado de la brisa, nuestro lugar al sol, pero con la sombra fresca de una naturaleza distinta, que supo confabularse con nosotros, para darnos trabajo, hijos y alegrías.
Y en ese edén pretendido y encontrado, fue donde se cimentó el que yo siempre creí inamovible edificio de mi existencia.
Allí nacieron mis hijos y mis nietos. Allí supe lo que era la inacabable experiencia del amor. Allí supe de la felicidad.
Pero el fuerte edificio se vino estrepitosamente abajo, cuando le falló la pilastra principal sobre la que todo el ensamblaje se apoyaba. No fuimos capaces de darnos cuenta, pero toda la carga de nuestras existencias se apoyaba sobre unas espaldas que con el tiempo se fueron encorvando. Y todos seguimos a lo nuestro, sin reparar en cómo se hacían arrugas en la cara y en el alma, de la que siempre fue mi compañera.
Con la misma discreción con la que enmarcó su vida, se fue a la otra, ahíta de silencio y de perdones. Como dirían las viejas mujeronas de sayas y perenne velo negro, “se fue sin hacer un ruido”, a pesar del sonoro estropicio que provocó en mi existencia.
Los hijos, con sus vidas ya perfectamente dibujadas, y con otras distintas prioridades familiares, fueron a lo suyo. Y yo me quedé definitivamente solo. Tan solo como quedan los hombres que, para su desgracia, no han sabido lo que es el amor.
6 de enero.
Me he levantado temprano y he podido comprobar que la magia de los reyes de Oriente no llega a hasta estos enhiestos y apartados lugares.
Me he preocupado por la limpieza de las lentes de Fresnel, el depósito de carburante y vuelvo a este diario que presiento que también va a ser mi particular faro y guía.
Mi vida en aquel lugar donde fuimos felices ya no tenía sentido, Tenía que dar un paso más desde esa orilla que siempre me servía de frontera. Mi soledad necesitaba del mar, de su cadencia, de su rostro cambiante pero hipnótico.
De niño siempre soñé con vivir en un molino de viento de mi tierra, pero ya era tarde para volver, había quemado demasiadas naves.
Pero el mar también tenía sus molinos con aspas de luz, para molturar peligros en esa tremenda soledad de una llanura con racimos de espuma colgando de las cepas de las olas.
Y además tenía sobre todo 365 grados de horizonte limpio, sin barreras, sin chafarrinones de cemento, sin vocingleras multitudes no aptas para entender la belleza de su enorme soledad.
Por eso te busqué, amigo mar.
Para poder desde aquí escribir versos nuevos, y mandarlos en viejas botellas vacías de ron o valdepeñas, por todos los caminos de tus aguas y que sirenas de gracia las lleven a las costas donde languidecen de amor los enamorados.
Versos nuevos que pueda deletrear en Morse con las luces de este faro, para que lleguen a todos los lugares donde habite la pena. A todas las riberas donde el odio pueda ser el vencedor de la contienda de la vida.
Y quiero dejar escrito, que cuando un día vuelva la balandra y yo no salga a recibirla, sus hombres me hagan ceniza y depositen una parte en el mismo centro de este mar, para ver si alguna mota de mí se adhiere a una vela blanca y me lleva a conocer esos mundos con los que he soñado. Que pueda por una vez ser polizón en busca de un puerto que se llame Fantasía.
El resto que la lleve el aire, que ya sabré yo encontrar donde fertilizar una vid y donde encontrarme, en el infinito, con la mujer que siempre he querido.
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Jesús Salgado Romera

Once de Enero del año de Gracia de 1796
Quise huir del mundo.  Y lo he conseguido.
Este faro será  -cuando Dios así lo quiera- mi tumba. Mientras tanto reflexiono sobre la vorágine de mi vida, libre de la mirada acusadora del género humano.
Nací el 20 de Abril de l770, en los arrabales del barrio oeste de Londres. Mi madre, Margaret “la pecosa”, era gorda, risueña, rubia y desabrida. La vida le enseñó a ser así. Era prostituta, como todas las mujeres del barrio.
Nunca conocí a mi padre. Mi madre a veces me dejaba entrever como tal a un fornido soldado que  la visitó asiduamente: “Tienes los ojos de James…”. Otras veces me habló de un alocado estudiante de cierto nivel y basta educación que se encaprichó de ella antes de su preñez.  Como tantas otras de aquel ambiente, tendía a enamorarse de la vida a través de los hombres.
 image Nunca me importó. Mi vida transcurrió alegre entre aquellas meretrices. Muchas habían tenido que dejar a sus hijos recién nacidos en el torno de las monjas de La Caridad y para ellas yo era el hijo que nunca vieron crecer…
  Madre se ocupó de que fuera instruido, pagando hasta los diez años a las monjas como externo para que me enseñaran a leer, escribir y unas pocas matemáticas. Gracias a esto escribo estas páginas.
Después empecé a ganarme el sustento como recadero: avistaba los barcos que iban a atracar al muelle, y gracias al funcionario de aduanas que tenía “un servicio pagado” sabía su mercancía antes que nadie; si eran telas, corría a las tiendas de tejidos, que cerraban para hacer caja y acudir presurosos al puerto, dándome unas monedas por poder ser los primeros en atisbar las mercancías y cerrar los tratos; si el barco venía de ultramar o del continente avisaba a otros mercaderes y abaceros, y después pasaba la voz en el barrio para que las mujeres se acicalaran, compitiendo por atraer a los mejores clientes.
En plena noche acudía a llamar al doctor Stuart, el único que venía a atender las urgencias de esta zona, o a la partera, que también se ocupaba de hacer ciertas operaciones que devolvían la regla a las mujeres.
Y con el tiempo, aprendí a hacer de corredor, pues las jóvenes que empiezan compraban gustosas y a buen precio medias, medidas de seda, pañolones y joyas que las más viejas atesoraban como báculo de su vejez y que transferían al ver menguados sus ingresos.
Muchas mañanas ayudaba cargando con las cestas de compra del mercado, y a veces me tocaba –limpiándome las botas y la gorra para estar lo más presentable posible- acudir a alguna casa de postín, donde debía dar o recibir recado.
Así fue como conocí a Beth.
Doce de Enero de 1796. Una de la noche.
   Mi ángel rubio jugaba en la parte delantera de la casa cuando un perro rabioso, salido de Dios sabe dónde, irrumpió en la calle. La gente atemorizada tiraba bultos y cestas, corriendo a refugiarse.  El perro encabritado, con la boca llena de espuma y los ojos como dos tizones amarillos, penetró por la verja entreabierta del jardín y se abalanzó sobre la niña.  A punto de alcanzarla, una piedra de buen tamaño lanzada por mi tirachinas noqueó al animal, derribándolo a dos pasos de la petrificada criatura.
El animal agonizaba apaleado por los criados, mientras  una nube de doncellas salió a rescatarla. Una con pinta de cocinera se me acercó y me dijo: “Tu nombre, dime tu nombre”.  Se lo dije, y mientras regresaban a la casa con la pequeña en volandas dijo: “Ven mañana a las cinco con tus padres. Los señores os recibirán.”
Me regalaron un traje completo, un caro diccionario y unas monedas. A mi madre le dieron un sobre con billetes, añadiendo, al saber que no tenía esposo e intuir de qué vivíamos, la promesa de algún trabajo.
Dos veces al mes pasaba por la casa, donde en la puerta de servicio me llenaban la cesta de ropa para zurcir, añadiendo alguna que otra vitualla. 
Elizabeth, Beth, cada vez más a menudo acudía al campanilleo de la puerta, llamándome “su salvador” y añadiendo ora un poco de jabón, ora papel y tinta, que yo guardaba celosamente, pues habitualmente usaba carboncillos prensados.
Con el tiempo, su admiración se trocó en algo más, los papelitos que depositaba a escondidas en la cesta contenían citas en el rincón más alejado del jardín, y nuestras conversaciones versaban sobre los relatos de ultramar, la vida de las diferentes clases sociales y sus deseos de ayudar.
Mi desconfianza se trocó en amistad, su inocencia en empatía, y juntos convergimos en una relación fluida y cómplice.
Cumplidos los l7, acudió llorosa una noche para comunicarme que nos íbamos a separar. La prometían. Su futuro esposo, que le doblaba en edad, era un próspero hombre de negocios. Poseía tierras y una mina de carbón en el norte, y allí habría de vivir.
Pensé que no le podía caer peor suerte el día en que, mientras tomaba pan con manteca y una jarra de cerveza en la cocina, escuché a los criados hablar de cómo daba castigos ejemplares a los aparceros que no podían pagar, de cómo avasallaba a las hijas núbiles, acallando a sus padres con dinero, y de cómo su primera esposa había enloquecido por los malos tratos hasta tirarse una noche de tormenta por un barranco.
Se lo conté. Mirándome a los ojos, y sabiendo el peligro que entrañaba una fuga, me dijo: “Sácame de aquí, prefiero vivir una hora libre contigo que un año esclava de este hombre. Llévame contigo, nos amamos, no pueden separarnos”.
Trece de Enero de l796.  Once de la noche.
Nos fugamos de noche. El caballo de alquiler por el sistema de postas, y el hospedaje hasta llegar a Glasgow consumió más de la mitad de nuestro dinero.
Encontrar allí una buhardilla y establecernos fue relativamente fácil.
Yo trabajaba de estibador en el puerto, y a medida que tomaba contacto con la ciudad, también hacía corretajes de joyas y pequeñas mercaderías.
Ella cosía y planchaba para las damas. En nuestro tiempo libre, me instruía. Apenas salíamos, salvo al anochecer, pues temíamos ser reconocidos.
Fue la etapa más plena de nuestros días.
Las yemas de sus dedos encallecieron, sus brazos tenían quemazones de la plancha, y el frío y la frugalidad le quitaron el aire de damita. Para mí era más hermosa cada día.
Nuestra felicidad duró apenas año y medio.
En el puerto reconocí a un marino de Londres, le pedí que llevara una carta a mi  madre.
Ignoraba que éramos buscados por todo Londres, con pasquines que ofrecían sustanciosa recompensa; el marinero nos delató.
Un día, al volver cansado de trabajar vislumbré en mi portal el cuerpo de un policía. Hábilmente me metí en el portal de al lado, llegué a su buhardilla y pregunté a nuestra vecina; me contó cómo habían registrado nuestra casa, llevándose a Beth esposada en el furgón policial, mientras gritaba: “Te esperaré, James, te esperaré”.
El ruido de pasos en la escalera nos indicó que la policía venía por mí. Huí por los tejados.
Si me atrapaban me encerrarían en una lóbrega cárcel a la espera de juicio, y el prestigioso abogado que el padre buscaría me acusaría de rapto, violación, cohabitación, y muchos más cargos. Era carne de horca.
Huí. Han pasado ocho meses desde entonces. Como estoy reclamado por la justicia nunca permanezco mucho tiempo en un lugar.
Catorce de Enero de l796.  Dos de la madrugada.
Hace mes y medio dormía, previo pago, en la cuadra de una posada. Junto a mí, un muchacho se convulsionaba agotado, tosiendo continuamente y con fiebre. Le di mi escudilla de caldo, le tapé con mi  manta, y atendí. Con palabras jadeantes me contó su vida.  Quería llegar al faro de Farnort, para relevar a su primo que llevaba dieciocho años de servicio, y ahora se retiraba. El sueldo era bueno, pues nadie quería estar sólo y a merced de un esquife que, una vez por semana y sorteando los peligros de las aguas y del tiempo, hacía el avituallamiento de comida y aceite para el fanal.
Expiró al amanecer. Me percaté de que guardábamos cierto parecido y pensé suplantarle. Encontré la carta de las autoridades portuarias a su nombre. Tomé sus ropas y hatillo y por la mañana informé al posadero que James, hijo de Margaret “la pecosa”, del barrio oeste de Londres, había fallecido en la noche.
Testifiqué ante el juez de paz, lo echaron en la fosa común y yo partí hacia el faro, tardando tres semanas en llegar.
 image En la oficina portuaria me informaron que durante mi tardanza otra persona había ocupado la plaza; sin embargo, se había suicidado unos pocos días después, y oportunamente el puesto seguía vacante. No me dejé impresionar, y durante un día y una noche, el viejo marinero que maneja la balandra me instruyó sobre el mantenimiento y manejo del fanal de aceite, y de cómo dirigir la luz hacia los barcos para guiarles a buen puerto, reflejando en el libro su avistamiento, la distancia en yardas y su orientación en longitud y latitud.
Esta es mi historia, hasta el día de hoy.
Sé que a los ojos de los hombres he pecado, pero carezco de sentimiento de culpa, y sí de un sentido interno de guiar mi vida con sinceridad. 
En la clase social de Beth, el destino de las mujeres lo deciden sus padres.          
Madre decía: “El amor, James, es  privilegio de los pobres. Pues quien poco posee dispone libremente”.
Si algo agradezco del ambiente de marginación de mi infancia es contemplar las normas sociales desde el otro lado del espejo; jueces, sacerdotes y esposos ejemplares se erigían como baluartes de valores morales que incumplían en sus visitas a nuestro barrio.
Considero que las leyes de los hombres son injustas, y pecando de blasfemo creo que Dios está de parte de los poderosos.  O al menos eso nos quieren transmitir, creando cánones para dominar al pueblo. (Lo aprendí de los marineros de ultramar).
Quince de enero, seis de la tarde.
Hoy he dormido toda la mañana de un tirón, supongo que por haber desahogado mi pena.
Parece que vislumbro una ligera mancha en el ocaso. Podría ser un barco, cuando sea de noche lo sabré por el fuego que ponen en cubierta, se percibe a yardas de distancia.
Beth ha sido arrancada de mi corazón y la herida está en carne viva. Agradezco mi aislamiento, que mitiga el dolor.
Nueve de la noche: El cielo está de color violeta,  denso y oscuro. Presagia tormenta la fuerte marejada que cada vez es más viva. El barco se percibe más claro, una pequeña cáscara de nuez que se bambolea en el horizonte.
Once de la noche: La tormenta está encima de nosotros. Los rayos hienden el cielo y su ruido chispeante es proseguido por rotundos truenos que se sienten en las paredes.  El barco está visible en la lejanía y gruesos mantos de agua lo elevan y hacen oscilar violentamente. Dentro deben estar pasándolo muy mal.
No dejo de dirigir la luz en dirección al puerto. Primero ilumino en dirección a su casco, y lentamente dirijo la luz hacia la dirección correcta. Espero que puedan gobernar el timón lo suficiente como para eludir las rocas que circunvalan el faro.
Las olas rompen contra los arrecifes y la espuma llega hasta el ventanuco del tercer piso, el dormitorio.
En intervalos, aprovecho a hacer café en el infiernillo, a escribir esto y a dirigir la luz hacia el puerto.
Dieciséis de enero, doce de la mañana.
Despierto aún agotado del esfuerzo de girar el fanal del barco al puerto y viceversa, toda la noche. La tormenta cesó hace horas, y el barco está bien orientado, aunque su movimiento es nulo, al cesar el viento. El mástil principal cabecea a babor, es fácil que tenga vías de agua abiertas en el casco.
El mar está en calma y las gaviotas surcan el cielo.
Dos de la tarde: tres barcos de mediano tamaño acuden al auxilio. Los viajeros y animales irán en el primero, abarrotando la bodega con toda la mercancía que quepa, lo que elevará el nivel del casco y facilitará su reparación. 
Cinco de la tarde: Comienzan las labores de arrastre de los otros dos barcos. El barco accidentado cabecea aún más, pero llegará a puerto. 
Seis de la tarde: Decido hacer una incursión a las rocas que rodean el faro. Trepar por sus salientes me sirve de ejercicio. Me siento entumecido y con ganas de despejarme.
Regreso al faro alterado: en mi incursión por las rocas, y cerca de donde se encontró el cadáver del último farero, encuentro una bolsa de cuero con unas hojas arrancadas de nuestro diario de avistamientos. La letra es casi ilegible en muchos párrafos y decido leerla con calma.
Comienza el 4 de enero de 1796. La tinta es difusa en algunas partes, pero básicamente capto su sentido. Es la historia personal del anterior farero, a quien yo relevo. Lo transcribo, en hoja aparte, pues no quiero que los pensamientos de ese hombre se mezclen con los míos.
DIARIO DEL ANTERIOR FARERO, A QUIEN DIOS PUEDA PERDONAR POR SUS PECADOS.
Cuatro de enero de 1796- Hoy me siento anímicamente mal. Sé que mi vida no tiene sentido: ¿Qué hace una persona de mi posición en semejante sitio?  Los que me conocen lo pueden considerar una excentricidad, en el mejor de los casos, y los que no me quieren bien, que son muchos, lo llamarán locura…
He llevado una vida disipada, he conocido todos los vicios y me he dejado arrastrar por ellos demasiado tiempo; he perdido una fortuna, y de mi patrimonio sólo quedan restos… Mucha de la gente de bien procura eludirme, y los que me tratan lo hacen tan sólo por el respeto que mi linaje suponía hace tan sólo unos lustros.
Es ahora cuando soy consciente de ello. Tampoco me arrepiento de lo vivido, la lástima es que se me ha escapado otra forma de vivir, pues la vida transcurre sólo en una dirección, la que marcamos desde nuestra mente o desde el corazón.
Creo que ahí reside el meollo: he sido incapaz de vivir acorde al corazón. Afectividad, creencias, familia, amor.  Todo esto se me negó desde niño.
Supongo que pertenecer a una familia rica  puede considerarse eximente, pues lo cierto es que me crié a cargo de una niñera y de las doncellas de mi madre; a ella la veía a las horas de las comidas y al tiempo de dar las buenas noches… Siempre elegante y moderada, no recuerdo haber jugado con ella, ni tener más contacto físico que un beso en la mejilla.
Mi padre siempre fue una figura distante y autoritaria.
Tuve un preceptor hasta los siete años, en que me ingresaron interno en un colegio de élite; aprendí a defenderme del mundo, pues peor que la tiranía del claustro de profesores y sus continuos castigos eran los demás alumnos. Someter a los nuevos era la ley, y dentro de esto uno procuraba defenderse de una de estas tres formas: intentando pasar desapercibido, haciendo grupo con otros nuevos, o tratando de plantar cara, desafiando.
Por mi carácter, ésta última fue mi opción, convirtiéndome en un proscrito lleno de moratones  al que, poco a poco, comenzaron a respetar.
Con el paso de los años me convertí en un líder del mal; los nuevos huían con sólo verme de lejos, y las diversiones con mis adeptos pasaban por las novatadas, las apuestas, o las escapadas.
Tan sólo el poder de mi padre sostenía mis notas, aquellos fariseos mandaban cartas a casa en las que se quejaban de mi comportamiento y de mi escasa atención, pero el talonario de mi padre, que tanto contribuyó en obras nuevas, actuaba como un bálsamo.
Aún así no pudieron sujetar el escándalo que supuso mi expulsión: había dejado embarazada a una de las mozas de cocina. La recuerdo fornida y de anchas caderas, no exenta de gracia, sana y natural como la muchacha de campo que era, con la cara, brazos y escote llenos de pecas, y su pelo rubio adornando una cara pícara y alegre... Margaret, creo recordar que se llamaba.
Mi padre indemnizó a los suyos –era impensable el matrimonio- y a mí me mandó a Francia, a cargo de un pariente lejano que tenía una joyería especializada en la engastación de gemas.
Cinco de enero- El mar hoy está en calma y no se divisa nada en el horizonte. Faltan dos días para que llegue la balandra de avituallamiento. Hoy he estado tirando un hueso a Neptuno, para que corra en el breve espacio que circunda la edificación. El perro, siempre tranquilo, parece que entienda mi oscuro estado de ánimo. 
En la joyería duré tres meses. Pese a chapurrear el idioma, pronto tuve amigos de borracheras y salidas. En el taller era insolente e indisciplinado y tras una fuerte discusión marché con un hatillo a recorrer mundo.
Fui, entre otros oficios: grumete, mozo de cuadras, mantenido de una condesa austriaca, mercenario, traficante de armas y capitán de una chalupa contrabandista.
He viajado por Francia, Alemania, Austria, Holanda, Italia, España y comerciado con la costa de África.
Sufrí enfermedades tropicales, ataques de piratas, naufragios y sobreviví a un tifón, del que escapé porque aún no era mi momento.
He corrido mundo y tratado con  ricos y pobres. Respetado y odiado a partes iguales, mi puñal ha hendido en decenas de reyertas.
Pero al ser humano le resuena el eco de sus orígenes, quizá por buscarse a sí mismo y encontrar sentido a la vida, y he aquí que hastiado de todo volví a Londres, con una pequeña fortuna en oro, supuestamente para buscar financiación con que fletar un barco dedicado al comercio de marfil.
Mi reencuentro con la gran ciudad me llevó una vez más a una vida disoluta, y al cabo de tres meses acabé, quien sabe cómo, acogido en un hospital de caridad, enfermo de sífilis.
Sífilis, la enfermedad que si no te mata te deja a las puertas de la locura…
Los meses de enfermedad, en los que se barajó el peligro, me han cambiado.
Durante una primera fase de la enfermedad mantuve casi de continuo episodios febriles muy fuertes en los que me sentía como energía vibrante,  unido al sol y al aire de la habitación donde yacía mi cuerpo; yo era una energía de pensamiento que flotaba. De hecho captaba los pensamientos y estados de ánimo de aquellos en los que focalizaba mi atención; me sentía parte de su ser y sentía con su energía: dulce, compasiva, enérgica, etc.
Después vino el agotamiento. Me sentía volver a un trozo de carne correoso y gris, que era mi cuerpo, y no quería comer ni hablar, pues cuanto más tomara contacto con este mundo antes se me escapaba la percepción de aquel otro…
Cuando a base de caldos de ave y de verduras consiguieron recuperar mi cuerpo, entré en la fase del delirio, pues quería expresarme y carecía de palabras, balbuceaba, y cuando entendían algo no tenía sentido para ellos.
Pasé al aislamiento, acurrucado en posición fetal y sin hablar, tratando de que mi mente fuera otra vez la conexión entre mi cuerpo y mi espíritu…
Poco a poco volví a una relativa normalidad, hasta que me consideraron curado y me dejaron marchar.
Sin embargo, la experiencia me había marcado, era el norte de mi vida.
Es por eso que tomé contacto con De Grät, al que expuse todo esto, y sin comprender plenamente, entendió mi necesidad de permanecer aislado y me propuso este puesto de farero, al que accedí de inmediato. Tuvo que mover influencias, y aquí estoy.
Seis de enero- El mar está tranquilo y no se aprecia ninguna embarcación.
Hoy ha venido a mi mente el episodio más vergonzoso de mi vida: en Harar (Somalia), sólo por una vez, fui traficante de esclavos.
El grupo de negros capturados, hombres, mujeres y niños, había permanecido encadenado toda la noche en la explanada, y sus lamentos y sollozos sólo eran interrumpidos por las amenazas y golpes del capataz. Ahora subían en hilera al barco. “El holandés” y sus tres ayudantes castigaban con un pequeño látigo cualquier intento de rebeldía, y sólo se oían quedamente sus hipidos, roncos ya de tanto lamentarse.
Yo era el capitán del barco, y “El holandés” su mercenario. Me propuso este negocio como forma de saldar la deuda que tenía con él, y estaba obligado.
Aunque digan que los negros no son humanos, y que están al servicio de los hombres, como las ovejas y los árboles, creo que no es cierto. Quizá carezcan de nuestra inteligencia, pero cuidan a sus bebés con más cariño que muchas de nuestras madres, y he presenciado sus emociones al separarlos.
 image Al pasar frente a mí para bajar a la bodega un negro adolescente me miró profundamente. Diría que había transcendido su miedo y sus pupilas me transmitieron  la injusticia de apartarles por la fuerza de su hábitat. Intuyo que se sentía tan persona como yo, y me planteaba si yo tenía derecho a hacerles eso…
Pero no había vuelta atrás. Yo además sabía que más de la mitad moriría en la travesía y los que llegaran serían subastados como animales de labor.
Esa noche me emborraché, juré que no volvería a hacerlo y al desembarco me encerré para no verles. Nunca supe si el muchacho llegó vivo, pero no querría volver a enfrentarme a su mirada.
Siete de enero- La soledad de este faro en la madrugada me juega malas pasadas.
Continuamente acuden a mi mente acciones sangrientas en las que he participado, y de cada una de ellas los personajes permanecen detrás de mí, con sus heridas abiertas, mientras sucede en mi mente la siguiente escena. No hablan, me miran, cubiertos de sangre,  sujetándose las tripas abiertas de un tajo, o la garganta cercenada… Son espectros. Poco a poco otro incidente penetra en mi mente y sus actores se quedan detrás, uno con el cráneo abierto, otro con el brazo cercenado y una gran herida en el corazón…
Ahora afluyen no sólo los ensangrentados, sino todos aquellos a los que perjudiqué a sabiendas: por robo, intimidación, engaño... Percibo la habitación llena de aparecidos silenciosos a los que ya no me atrevo a dar la cara.
Temo lo que comienza a formarse: los sollozos del grupo de negros en la explanada. Sus lamentos se oyen tenuemente; de la masa de sus voces comienzan a filtrarse individualmente en mi mente; a través de cada vibración de voz llego a su garganta, y de ahí a su ser.
Ahora comprendo dentro de mí su miedo, siento la energía fresca y pura de su esencia y la incomprensión a tanto odio como trae el hombre blanco. Somos monstruos con corazón de piedra. Disfrutamos haciendo sufrir… ¡Y nosotros nos creemos superiores!
Siento dolor por cada uno de ellos, pues pienso que les hemos arrebatado su vida. Les siento inocentes y alegres de corazón. Me duelen más que estos otros europeos que seguramente hubieran hecho otro tanto conmigo si hubieran podido.
Ahora percibo la mirada del chico negro. No juzga, solo mira. El blanco de sus grandes ojos rodea su pupila que me mira, no se cree víctima, solo mira, parece que dice: tú has tomado mi vida. Tenías derecho, según tú. Sin preguntarme. –Su pupila me hiere en su inocencia-.
Me siento mal, quisiera que la locura me hubiera dejado demente allá en el hospital, una gruesa capa de algodón por memoria, no pensar, no tener esta agonía de pensamientos mal tratantes, uno detrás de otro… quizá locura es esto, porque, ¿quién puede percibirlo, sino yo?
Abro el ventanal: aquí y ahora, les empujaré para que salgan a la inmensidad de la noche, que me dejen en paz, que salgan de este faro...y de mi cabeza. Y si no soy capaz, saltaré con todos ellos dentro de mí y será la forma de acallarles. No puedo vivir así.
(Firma ilegible)
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Me he quedado en blanco, tratando de asimilar lo que esto significa.
Sé que el contenido de esta carta está ya guardado en el fondo de mi alma.  La casualidad no existe, y mi camino se había de cruzar con el de este ser, captando su esencia a través de este legado póstumo. 
La vida me ha dado su testimonio, y he de sacar provecho.  Soy joven y puedo elegir. Este faro me ha servido de prisma donde tomar contacto conmigo mismo.  No huiré más al destino trazado desde el corazón.
Mañana vendrá el hombre del avituallamiento; le diré que no me adapto y que vayan buscando otro farero. Me impaciento por salir de aquí.
Iré a buscar a Beth. No importa lo que tarde en encontrarla. Puede estar casada con aquel hombre, lo cual dudo, o bien su padre la haya retirado a la espera de que pase el escándalo y pueda casarla con alguien que no tenga escrúpulos de su pasado a cambio de una buena dote.
La buscaré denodadamente, y cuando la encuentre esta vez seré yo quien le diga que nos fuguemos. Podremos empezar una vida nueva, lejos, quizá en América, tierra de oportunidades.
Si existe la justicia divina, estaremos juntos. Rogad al Dios de vuestras creencias por ello.
El faro de Farnort, a  Diecisiete de enero del año de gracia de l796.
Ver biografía del autor

Alberto Díaz

4 de enero- He pensado durante todo el día en Orndoff. Me resulta contradictorio haberle echado de menos. Tal vez su parloteo sería una buena medicina contra el tedio que, en jirones, a veces me rodea. No esperaba que surgiese ese sentimiento en mi alma. Durante la tarde, Neptuno se ha mostrado nervioso y no paraba de dar vueltas a mi alrededor con el pelo erizado. Ante esto, decidí echar un vistazo para comprobar que todo estaba en orden. Ridículo, lo sé, porque los únicos habitantes de este remoto lugar somos nosotros, pero necesitaba hacerlo. A las 10:43 de la noche se desató una tormenta espectacular. Repentinamente, recordé la profecía de De Grät: “Señor de Matignon: nadie, en sus 147 años de existencia, ha salido vivo de ese faro. ¿Creéis que vos seréis el primero? No me hagáis reír, por favor”. “Os demostraré, a fe mía, que yo lo conseguiré. Dentro de un año y cinco meses, cuando haya vuelto a este palacio, tendréis que reconocer el éxito de mi empresa. Me habré convertido en el primer noble, en la Historia de Francia, en desempeñar el oficio que se me ha asignado en el faro de Tevennec y regresar sano y salvo”, fueron mis palabras textuales.
image 5 de enero- El día amaneció lluvioso y el viento, de nuevo, lanzó furiosas ráfagas, aunque lo peor del temporal se desarrolló entre las tres y las cinco de la madrugada. Por momentos parecía que el faro iba a hundirse en el océano. Para pasar el rato mientras soportábamos la tormenta, he comenzado a escribir en otro diario unos versos. Nunca me he considerado un poeta pero, después de 14 años, algo me suscita este deseo. Al principio pensé que los aullidos de Neptuno impedirían mi concentración. Con gran asombro, sentí que eran los caballos perfectos para que las palabras galopasen desde la tinta hasta el papel. Mañana comenzaré un relato: un argumento excepcional me ronda la cabeza. Después de comer, regresó la calma y pude salir a respirar aire fresco. Afortunadamente, mi constitución física es robusta y resisto bien la humedad.
6 de enero- Durante la tarde se produjo un fenómeno curioso: avisté una fragata durante un segundo en que la niebla me permitió ver algo. No logré identificar la bandera, pero me pareció inglesa. Un hombre, encaramado al palo de mesana, me apuntó con su fusil e hizo el gesto de disparar. Nervioso, guardé a toda prisa el catalejo y bajé las escaleras a trompicones. Pensé que estaba asistiendo al comienzo de una invasión británica. Al instante me percaté de la estupidez de la idea porque horas antes de partir hacia este destino, yo mismo fui testigo de la firma del Tratado de Paz entre Inglaterra y Francia. Subí de nuevo al fanal y extendí el catalejo, pero no pude divisar nada. ¿Una broma pesada de mi mente? De todas formas, me mantuve alerta el resto del día, aunque bien mirado, ¿qué podría hacer yo en caso de un ataque por parte de los ingleses? En cuanto regrese la balandra a finales de mes tendré que comunicar el hecho. El resto de la jornada transcurrió en paz.
7 de enero- Neptuno se ha puesto enfermo. A media mañana empezó a sangrar por las orejas. El líquido era casi negro y el pobre animal ha estado tumbado el resto del día. He intentado, inútilmente, que probase bocado. No poseo conocimientos de Veterinaria, así que me temo lo peor… No me veo capaz de sacrificarlo y, por otra parte, su sufrimiento es… inhumano. Las cosas empiezan a complicarse más de lo que imaginaba. Hoy subí cinco veces al fanal temeroso de otear el horizonte y encontrarme una escuadra inglesa. Afortunadamente, sólo se veían el mar, liso como el mármol, y grupos reducidos de gaviotas y albatros sobrevolando algún que otro banco de peces. El embate de las olas nos ha concedido un respiro.
8 de enero- A las 7:32 de la mañana he arrojado al mar el cuerpo de Neptuno. Las lágrimas me han acompañado sin cesar en esta fecha. A partir de ahora, la soledad será menos gozosa sin la compañía de mi amigo. ¿Se cumplirá la profecía de De Grät? Confío en que lo de Neptuno no represente la antesala de mi propio final. Creo que Dios me someterá a pruebas aún más terribles durante mi estancia en este faro. La incertidumbre me acosa en las horas más inesperadas y empiezo a tener dificultades para desembarazarme de ella. Hasta hoy no había temido por mi vida. Pienso que la marcha de mi perro ha trastocado los nobles propósitos que albergaba mi corazón. No he conseguido escribir ni un solo verso desde ayer y el relato no me motiva. Quizá el lugar esté robando la buena predisposición con la que acepté mi cometido.
9 de enero- El Sol se erigió en señor de esta parte del mundo y lució, magnífico, calentando mis huesos. Me he dedicado a contar los libros que he traído: cuatro volúmenes de Física, siete de Astronomía, dos de Química, uno de Filosofía y tres de Náutica. La pasión por el saber que me inculcó mi padrastro se apaga lentamente. Poca satisfacción encuentro ya en lo que antes era fundamental. Debo darme tiempo para superar la muerte de Neptuno. Lo malo es que no hallo el ánimo necesario para encarar los días que, como juguetes rotos, se deslizan ante mi mirada. Si Orndoff supiera cuánto le añoro… pensaría que estoy loco. Loco, loco, loco… La palabra adquiere un matiz especial rodeado solamente por agua y aire.
10 de enero- He tenido que tirar gran parte de mis provisiones. Unos gusanos repugnantes comenzaron a salir de ocho de las diez cajas con las que embarqué en el puerto de Sablons. Ante este hecho, dudo de si el racionamiento me permitirá sobrevivir hasta la próxima visita de la balandra. Ruego a Dios que me dé fuerzas en estas horas tan trágicas. Por lo demás, no ha habido ningún sobresalto.
11 de enero- Ha vuelto a suceder. De nuevo he divisado a la fragata inglesa a unos 1.000 metros del faro. Otra vez con niebla y sólo durante un segundo. Su nombre continúa siendo un misterio: únicamente pude adivinar una “H” y una “E”. No lo entiendo; no deberían navegar por estas aguas y menos tratándose de un buque de guerra. ¿Acaso piensan que lograrán asustarme? ¡Pobres diablos! ¡Desconocen que soy un noble y los nobles jamás abandonamos a la patria! ¿Qué pretenden con su desfachatez? Además, les resultará imposible acercarse con estas corrientes.
12 de enero- Escribo mi última anotación en el diario. Debo unirme a la tripulación de la fragata urgentemente. Cinco soldados y el capitán, la viva imagen de De Grät, me esperan abajo. Éste me ha asegurado que los hombres que componen la dotación del barco son los fareros que han habitado aquí. Todos, para salvar su alma, decidieron marcharse. Sé que no es posible, pero le creo. Espero que la caja de cobre que voy a echar al mar conserve, intactas, estas páginas.

Mª Carmen Martínez Rodríguez

4º de enero de 1796
image El día ha amanecido con una luminosidad hiriente. Como si el dios Helios embutido
en su traje de Coloso hubiera venido con el amanecer a saludar a su compañero de piedra.
Un cielo azul, límpido, sin mácula de nubarrones que lo ensombrecieran, me ha acompañado a lo largo del paseo matinal.
Aunque desayuno frugalmente, prefiero caminar y atender el faro antes de cumplir con mi estómago. Nada me satisface más que leer tranquilamente una vez degustadas las viandas, porque la mañana es propicia a la reflexión.
Estoy releyendo un libro que me apasiona: “Cartas Persas”, de mi paisano Charles Louis de Secondat, Señor de la Brede y Barón de Montesquieu.
La ironía del trío persa, Uzbek, Rica y Redi, y su mirada crítica hacia la cultura occidental supusieron una cura de humildad para este noble francés que ahora pasa sus días arropado por la soledad del mar.
Me hubiera gustado ser protagonista de su periplo viajero: desde la corte de Isfahán hasta Francia, pasando por Turquía, Armenia e Italia.
Fue mi padre quien me descubrió la obra de este, como él, ilustre miembro de la nobleza de toga. Estaba entre los pocos libros que mi progenitor pudo llevar en nuestro viaje migratorio hacia Inglaterra, en 1786. Los levantamientos populares que provocó la carestía de alimentos le llevaron a la conclusión que a la Francia de Luis XVI le acechaban funestos presagios. El, al fin y al cabo, era un burgués seguidor de las modernas teorías políticas; pero su esposa, su querida Celine, fue nacida en la más rancia nobleza de cuna, y para ellos se avecinaban tiempos de incertidumbre y miedo. Él sospechaba que el fuego sería avivado por los suyos: una burguesía sobrada de dinero y ansiosa de poder. Y decidió que era mejor buscar la seguridad para su familia y no jugar con los naipes del destino.
Volviendo a la epístola, aunque mi vida es limitada y no conoceré ni puedo predecir con certeza el futuro, creo que nunca pasará de moda; por eso los prebostes de la Religión, y su funesta inclinación a mantener en la ignorancia a los hombres haciendo prevaler la fe sobre la para ellos abyecta razón, lo incluyeron en la relación de libros prohibidos.
Hoy me he detenido en la CARTA LXXXV –
“Confieso que están llenas las historias de guerras de religión; pero mirándolo bien, no ha sido la muchedumbre de religiones la que estas guerras ha ocasionado, sino el espíritu de intolerancia que animaba la que se creía dominante”.
Y en la CARTA CXIX –
“...los países mahometanos cada día están más yermos por consecuencia de una opinión que, puesto que en sí sea santísima, no deja de acarrear perniciosísimos efectos cuando se arraiga en los ánimos; y es ésta, que nos contemplamos como unos peregrinos que deben siempre tener puestas sus miras en otra patria, y así nos parecen locura las útiles y duraderas tareas [...] y satisfechos con lo presente, sin curarnos de lo venidero, no nos cuidamos ni de reparar los públicos edificios, ni de desmontar las tierras eriales, ni de cultivar las que están en estado de remunerar nuestras labores; … lo fiamos todo a la voluntad de la providencia”.  
Y  en la CARTA CXXX, donde el barón aprovecha, por boca de sus personajes, para criticar a los que él llama literariamente “noveleros”. Comentaristas políticos que se vanaglorian de conocer los entresijos de la política y sus protagonistas y que si por algo se caracterizan es por la puerilidad de sus análisis; siempre dispuestos a orientarse hacia el sol que más les calienta:
“Estos son los miembros más inútiles del estado, y cincuenta años de sus habladurías han producido el mismo efecto que hubiera resultado de cincuenta de silencio”.
He finalizado la mañana con una sonrisa, la que siempre me provoca la lectura de la CARTA CXIV – Yo, en mis años mozos mujeriego y poligámico no declarado, encontré en las razones de esta carta las ventajas de las sociedades monógamas:
“...obligadas nuestras mujeres a una castidad forzosa, necesitan hombres que las guarden, que no pueden ser otros que eunucos... ¡Qué pérdida para la sociedad…! Así ocupa un hombre solo en sus gustos tantas personas de uno y otro sexo que las priva de la vida útil al Estado y las hace incapaces de propagar la especie”.
Libro corto pero intenso, no muy del agrado de mi querido De Grät -¿quiénes se creen los orientales para venir a darnos lecciones?- que, dejándose llevar por la ceguera que produce la defensa a ultranza de la cultura propia, no se ha percatado de que el libro es producto de las reflexiones de un francés en la piel de un persa. Imagino su agrio gesto cuando lea este párrafo, y los siguientes, porque en honor al ingenioso escritor, a partir de este día, los meses los citaré con la denominación persa. Juro que no hay mala fe en ello, ni intenciones de irritar aún más a De y su fervor por el calendario gregoriano; sólo que como no sé hasta cuándo me acompañará la vida, quiero darme el gusto de nombrarlos todos de seguido. Para que no se ofenda excesivamente, los pondré en paralelo.
Aquí quedan: Zilcadé - Enero; Zilhagé - Febrero; Maharram - Marzo; Safar - Abril; Rebiab 1 - Mayo; Rebiab 2 - Junio; Gemadi 1 - Julio; Gemadi 2 - Agosto; Rhegeb - Septiembre; Chabán - Octubre; Rahmazán - Noviembre; Chalval - Diciembre.
El resto del día no ha tenido nada especial a destacar. Mi obligatorio baño de sal; una tarde de duermevela y las consabidas comidas, que realizo dejándome llevar por el apetito, ya que mi reloj ha decidido abandonarme pasando a mejor vida.
10 de Zilcadé - Enero de 1796
Llevo días sin coger la pluma. Lo hago hoy, día 10; cifra formada por un número que resulta de unir el uno y el cero. El uno es el principio y yo sé cuál ha sido mi origen y cómo ha transcurrido mi vida hasta ahora, pero ¿cuáles serán las vivencias intermedias que conformarán mi historia? ¿Cómo será el fin que sellará mi página vital? ¿La decisión que he tomado me ayudará en mi búsqueda de la perfección como ser humano?
¿Por qué diserto sobre el diez cuando mi número fetiche es el nueve? La suma de la triada de los mundos. Dos visibles, la tierra y el cielo; uno desconocido, el infierno. Yo convivo con mi propio averno y para no hundirme en la locura me dejo acunar, en los momentos de angustia, por las nueve musas. ¿Acaso encontraré la paz después de transitar por los nueve caminos requeridos para alcanzar la perfección y cerrar el círculo?
Sirva esta divagación para poner algo de interés a unos días de pura rutina doméstica. Me he dedicado a adecentar el cuarto que servirá de comedor y dormitorio y a convencerme a mí mismo, lo he conseguido, de que el faro no oscila y que, aunque Eolo librara de sus grilletes a los furiosos vientos, nada podría con las ensambladas piedras cimentadas en la roca.
También me he replanteado la altura que inicialmente le asigné al faro. Es más espigado de lo que creía. Sus casi trescientos escalones me indican que la altura puede rondar los 60 metros; sin contar el foso.
Ya pasaron los tiempos de los faros de madera y carbón, que requerían un esfuerzo titánico para su mantenimiento; y el de los faros de aceite, que tiznaban los cristales e impedían la adecuada protección de los barcos.
Afortunadamente para los fareros, y para los árboles y las ballenas, Teulere reemplazó las hogueras y las linternas de vidrio por lámparas de reflectores parabólicos. Yo he bautizado a la mía con el siguiente alias: “El ojo del ángel guardián”.
Como antes apuntaba, estos días he estado enfrascado en la limpieza de mi habitáculo y en la posterior ubicación de mis escasos enseres. La ambición me ha abandonado y ahora no necesito sentirme rodeado de lujos para ser feliz; vivir con lo básico no requiere de grandes refinamientos. Me he procurado una vajilla de madera, que me han asegurado que es eterna; unos vasos de terracota y unas cazuelas de cobre. Eso me basta para llenar la minúscula alacena que pende de la pared. En cuanto al ajuar, también exiguo: tres toallas de lino, una manta y un cobertor de plumas de ganso. Mis vestiduras son las adecuadas para el lugar que habito y la función que desempeño; de abrigo para el invierno y ligeras para el estío. Convertir el faro en un hogar, depende de mí. Será difícil, porque este pétreo enclave carece de lo que más añoro: mi jardín; su paleta de colores y sus exuberantes aromas.
He buscado conscientemente la soledad, pero no quiero que el estar a solas conmigo me llegue a abrumar; por eso he decidido que presida la estancia un cuadro con una escena de conversación. Los personajes representados no son familiares ni amigos, porque no quiero verme reflejado en mi pasado y añorar lo perdido. Con expresión feliz, conversan bajo el follaje protector de un abeto; buscando la armonía. Su energía de grupo contraponiéndose a mi elegida individualidad. ¿Encontraré en ella el equilibrio y la paz interior?
No hay espejos en los que contemplarse.
Me aferro al relicario que pende de mi cuello. Dame tú el sosiego que necesito.
15 de Zilcadé - Enero de 1796
Las jornadas transcurren vagando por el faro. No estoy en mi mejor momento; conozco el territorio palmo a palmo y algún día he deseado que la roca se moviera y el faro flotara, desplazándose hacia la costa. Esta posibilidad me conforta y me sobrecoge: no quiero que nadie me vea. La humedad ha puesto al descubierto las flaquezas de mi esqueleto; me siento cansado y subo irritado las escaleras, protestando como un viejo gruñón. Sólo espero que no sea reuma, hermosa palabra griega que significa agua que discurre y fatal presagio de lo que me espera; por si acaso, en el próximo viaje de la balandra Esperanza a la civilización, le pediré a De Grät que en el futuro incluya entre los víveres un buen manojo de ortigas secas. Mis huesos lo agradecerán.
Ya ansío ver su vela cangreja danzando a sotavento. Hasta que la aviste, pronunciaré palabras al aire esperando que el eco las reproduzca y me las devuelva repetidas. ¿Querrán ellas retornar a quien las pronuncia o buscarán alguien distinto que las escuche?
18 de Zilcadé - Enero de 1796
Llevo días contemplando el cielo nocturno. La noche me arropa y me desazona al mismo tiempo; creo que nunca me ha abandonado el temor a la oscuridad del rechazo. Por eso me aferro a la luminosidad salvadora de las estrellas de Orión y
a la lechosa luz de la Vía Láctea.
Aunque sé que De Grát no lo aprobará, no escribiré cada día en esta especie de memoria temporal de un farero, que desde ahora pasará a llamarse “A días”. Las palabras no fluyen cuando no hay nada que contar; cuando el pasado quiere olvidarse y el futuro está preñado de rutina y soledad.
¿Dónde estarás tú, mi estrella?
3 de Maharram - Marzo de 1796
Mucho tiempo ha transcurrido desde que mis dedos rozaran por última vez este tosco papel.
Hoy me he afeitado la larga y poblada barba y, al verme, Neptuno se ha acercado con cara de pocos amigos. Me ha olisqueado y me ha reconocido enseguida. Estamos solos, no creo que le haya resultado muy difícil la tarea.
Los dos estamos inquietos. De los espectaculares cielos nocturnos; de los días de calma y apatía; de la claridad, hemos pasado a un firmamento oscuro y amenazador. Los monstruos acechan desde la costa y reclaman saciar su voraz apetito. Yo me refugio en el faro, pero el faro es una cárcel que me ahoga. ¿Dónde están los míos de los que renegué en mala hora?
image Hay páginas en blanco, hirientes como cuchillos. No hay palabras porque sus trazos quedaron enterrados bajo los lamentos de los naufragados. En honor a ellos he decidido no volver a compartimentar el tiempo, porque sería poner fecha a mi amargura. He pasado días y días caminando sobre las rocas volcánicas, dejando que el mar bravío lamiera mis heridas; he descubierto que sigo siendo humano porque he padecido con el sufrimiento de los que han venido a mí envueltos en su tumefacta piel. Le he pedido a la mar que me los devolviera y lo ha hecho, ¿compasión o enseñanza? Sólo sé que desde la soledad de mi corazón he añorado a los otros y que he recuperado la sensibilidad que creí perdida.
La luminosidad de su amado faro, que representaba para ellos la fortaleza frente al amenazante océano, no pudo salvarlos de la tormenta y ya no tendrán la posibilidad de volver al calor del llar; a su amada tierra y al cálido abrazo de los seres queridos, que esperaban anhelantes su retorno. Mi imaginación ha pintado escenas de dolor para cada uno; como yo en su día fui el causante del tormento de los míos al negarles que me acompañaran en mi calvario.
Ya nunca estaré solo. Sus familiares no han querido desenterrarles y han permitido que descansen para la eternidad en las entrañas del foso. Acunados por el oleaje al son de acordes marinos. Hasta me han dejado elegir su epitafio Me he alegrado de que entre mis libros hubiera poemarios; me han servido para crear esta humilde composición, que deja entrever mi impotencia ante el colérico piélago:
image BRUMA
“Un viento traidor
les condujo hacia la muerte.
Sin socaire de Poniente,
naufragarían sus cuerpos
a merced de la bravura
del oleaje inclemente.
Y mi alma lacerada,
como vela a la deriva,
sufre por el asedio
de esta duda inquisitiva.
¿Dónde encontrará consuelo
este llanto sin medida;
por los hijos no salvados
y la inocencia perdida?”.
Unos cuentan que fue la visión ebria del tripulante del barco la que le llevó a confundir un faro de peligro con un faro de recalada. Los más propensos a creer en mitos marinos, que confundió las señales de peligro del faro con trovas de sirenas que, camufladas bajo un manto de niebla, le encantaron para arrastrarlo hacia las rocas. ¡Qué más da!; sea cual sea la causa lo que importa es su trágico final.
La resaca marina ha ido depositando los restos del naufragio, que han llegado envueltos en viscosas algas; como si los pecios se negaran a reposar lejos de los últimos moradores del fenecido pesquero de arrastre.
Hoy, al crepúsculo, he llorado. He descubierto que mis lágrimas son salobres y, por primera vez en muchos meses, he canturreado; confiado en el poder sanador del llanto.
Descansen en paz los marineros del “Alborán”.
Una tormenta asesina ofreció su vida al mar.
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- Señores, les agradecería que una vez finalizada la visita en esta sala se dirijan conmigo a la salida. Ahora subiremos las escaleras hasta el vértice del torreón. La vista es espectacular, pero aconsejo se abstengan los que padezcan vértigo y los que no se crean con la fortaleza física suficiente para soportar el esfuerzo. Los que inicien la subida y luego se arrepientan, siempre les queda la posibilidad del descenso; más liviano que el ascenso a la cumbre. Steven, puedes ojear los libros del farero mientras esperas.
- Una pregunta Carlee, ¿tanto le marcó el hundimiento al farero que ya no escribió más en el diario?
- El hecho de que haya páginas arrancadas hace pensar que sí, que al menos intentó plasmar sus vivencias, o sus emociones, sobre el papel. Luego os enseñaré algo que…no quiero estropear la sorpresa.
Los que coronaron el último peldaño pudieron leer grabada en un canto rodado, puesto a propósito sobre el alféizar del ventanal, la siguiente leyenda: Sólo serás libre si cicatrizas el alma.
- ¡Ánimo, valientes! ¡Y sujeten las riendas al caballo, que ahora vamos cuesta abajo! ¡Hasta las profundidades!
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El camino al foso es angosto y oscuro. Instalados en el hoyo, la guía espera paciente a que Steven acceda al recinto y se acostumbre a la luz amarillenta. El muchacho cojea y su cara de amargura denota que no está pasando por un buen momento. Tal vez por eso Carlee le trata con extrema deferencia.
-La cruz que veis, hecha con restos de maderos, señala el lugar donde probablemente fueron enterrados los marinos Y en esa vitrina, en un astillado cofre de marfil, se encuentra un manuscrito que quiero que nos lea Steven; yo estoy algo ronca y me flaquea la voz.
Carlee gira la llave y extrae los documentos; los abre y enseña a los visitantes el dibujo trazado en uno de ellos. Un hombre, cubierto con una túnica blanca, esconde su rostro entre las palmas mientras, a su alrededor, numerosas manos le ofrecen amparo y protección; como transmitiéndole: –“Queremos padecer contigo”. Al fondo del paisaje, una figura malévola parece regocijarse con su vergüenza.
- Si os preguntara, cada uno daríais una versión de la imagen. Si os parece, vamos a escuchar a Steven y luego me comentáis si era acertada la huella que la ilustración dejó en vuestro corazón. Cuando lo desees, puedes comenzar; afortunadamente para todos la letra del narrador es bastante legible.
“Me nombran Vincent y fui nacido por casualidad en el París de los Borbones, en el año 1763. A los anales de la historia pasará como el tiempo en que se firmó la Paz de París, que puso fin a la Guerra de los Siete Años y por la que los franceses pagamos un precio, la pérdida de colonias a favor de Inglaterra.
El carácter decisivo del azar en el nacimiento de cada hombre me ha hecho creer que todos somos iguales; ni desigualdad de sexos, ni diferencia de razas. Una humanidad universal que les ha sido enajenada a muchos seres por los intereses bastardos de algunos individuos. Y no crean, que este idealismo me ha costado muchos disgustos en el seno de mi propia familia, que recriminaba a mi padre, incluso las mujeres, la influencia nefasta que en mí había tenido la lectura del Nuevo Testamento.
Dicen que nací un día 5 y mi progenitor, auténtico artífice de mis inclinaciones liberales, y estudioso, en privado, del mundo esotérico, de niño me hacía poner los brazos en cruz y abrir las piernas y me llamaba el Pentalfo: -“Tú nunca serás perfecto porque eres un habitante del quinto reino”, decía.
No le faltaba razón y la vida vino a demostrármelo. Porque tenéis que saber que no elegí la soledad del faro porque creyera que vivir solo es algo idílico; mi soledad fue una huída de mí mismo. Creí que desertaba del espanto y de la conmiseración de los otros y no comprendí que estaba condenando a los demás cuando sólo yo debía ser enjuiciado. Sí, debió importarme la opinión de la gente, pero nunca hasta el punto de condicionar a sus opiniones mi existencia.
-“¡Es obra del diablo!”, gemía mi madre. Y sus reiteradas alusiones a Satanás me convertían a mí en un Lucifer enfurecido que, inmisericorde, exacerbaba con sus garras las lesiones de la infección.
Creí perdido el paraíso y me retiré de la vida mundana. Si alguna mujer conversaba conmigo, veía en sus ojos la compasión por las cicatrices de las pústulas y no la admiración por los conocimientos. Si mi familia me atendía solícita, les trataba con brusquedad; para hacerles partícipes de la frustración que sentía. Si Sophie acariciaba mis mejillas, yo repudiaba su cariño, llegando a tratarla con auténtico desprecio. Me sacié en la copa de la amargura y mi orgullo provocó el quebranto de mi madre y su fallecimiento; siento que fui el causante, aunque mi padre trató de convencerme de lo contrario.
Vincent contra la sociedad, hasta que De Grät le ofreció la oportunidad de huir de los que ya no consideraba semejantes.
Aquí he vivido los últimos meses; venciendo, en ocasiones, el tétrico deseo de entregarme al mar. Si no lo hice fue porque no quise que los peces celebraran un festín con mi lisiada figura.
Durante días, seguí analizando las cosas desde la estrechez de la caverna en la que había decidido morar mi lucidez y sólo podían ser como yo las percibía. Aunque no había espejos que reflejaran mi decadencia, mi memoria seguía devolviéndome una y otra vez las imágenes de lo que ayer había sido y de lo que hoy era.
Pero el hombre se encuentra a sí mismo donde menos lo espera; incluso cuando ya ni se busca. La muerte de la tripulación del pesquero encallado frente al velado arrecife fue para mí como una fisura a través de la cual comenzó a filtrarse la luz y la esperanza.
Mi aspecto ya no es el que era, pero poco importa. Durante algún tiempo he creído que la enfermedad era un castigo divino por mi licenciosa existencia, pero ya basta de engaños, Dios no es perfecto, ¿por qué iba a serlo yo; su criatura?
La vida también es vejez, enfermedad, dolor y contratiempos, y debo asumirlo. Si algo he visto en los ojos del único marinero que expiró en mis brazos, ha sido dulzura y agradecimiento porque unas cálidas manos y un rostro amable acogieran su último suspiro. Él no vio en mí al monstruo que yo veía.
Si algo me atormentará a partir de ahora será no ser una persona bondadosa. Eso sí que degrada al ser humano y no la imperfección física. Hoy han sido expelidas por el viento las cenizas de Vincent el egocéntrico.
Tengo conocimiento por De Grät de que Penélope ya no espera a su Ulises; no importa, tampoco éste regresará a Ítaca. Pasaré aquí el tiempo necesario hasta que me releve el nuevo farero y luego partiré. No sé dónde encaminar mis pasos, pero no regresaré a Inglaterra, donde me informan que el médico rural Edward Jenner, el sabio-poeta, iluminado por las palabras de una joven granjera: “Yo no voy a enfermarme nunca de viruela porque estoy vacunada”, está inoculando en personas sanas el pus extraído de los enfermos de viruela boba, con gran éxito.
Aquí lo dejo. Me esperan días de libros y rutina....”
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- Antes de continuar con la lectura de los textos, agradezco a Steven su magnífica vocalización y aprovecho para informarle que sería un orador excelente. Quiero haceros la observación de que esta interrupción puede obedecer a que Vincent tal vez decidió seguir reflejando lo habitual en su “A veces”; aunque pudo encontrarlo tan carente de interés que luego decidió arrancar las páginas. Prosigue, por favor.
-“Han transcurrido aproximadamente seis años desde que diera traslado de mis emociones a estas cuartillas. Hoy ha arribado el nuevo farero. Ha sido difícil encontrar a alguien que quisiera permanecer en un faro enclavado en medio del mar, a muchos kilómetros de la costa. Es un joven gracioso, dice que algún día nos cambiarán tan poético nombre y nos llamarán algo así como expertos en señales. Estos jóvenes… ¡Quién sabe lo que nos deparará el futuro! En el mío inmediato está viajar a España, de donde me llegan noticias de que se prepara una expedición que partirá de La Coruña hacia América con un cargamento especial: 22 infantes “postulados”. En mi país siguen reticentes a la vacuna por creer, ¡maldita ignorancia!, que los que sigan el tratamiento terminarán adquiriendo rasgos de bóvido.
Se llamará, salvo que cambien de opinión, la Real Expedición Marítima Filantrópica de la Vacuna. Unos salvarán vidas y otros, como yo, trataremos de ayudar a los afectados por el mal a superar la angustia de no reconocerse a sí mismos. Espero que me dejen embarcar.
Llevo conmigo el relicario; bajo el brocado verde, sedoso y acariciador, están grabadas las palabras de Sophie: “Cuando tengas el valor de conocerte, subirás a la balandra y con las velas desplegadas irás en busca de tu destino. Sólo cuando la luz de la compasión ilumine tu semblante, te sentirás una estrella”.
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- Steven, Steven, mi soñador atormentado, es posible que la lectura del texto te haya dejado muchos por qué en el aire sobre el morador de estas vetustas piedras; pero nos tenemos que ir. Si te apetece, algún día podemos quedar en la Universidad y conjeturar sobre qué le deparó el futuro a Vincent. Aunque sólo sea un devenir intuido.
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Los alumnos están inquietos, ya huelen los días de asueto. A duras penas el profesor consigue que se concentren en escuchar la lectura del poema de Poe que ha elegido para hoy:
“Frente a la mar rugiente
que castiga esta rompiente
tengo en la palma apretada
granos de arena dorada.
¡Son pocos! Y en un momento Un sueño
se me escurren y yo siento
surgir en mí este lamento:
¡Oh Dios! ¿Por qué no puedo
retenerlos en mis dedos?
¡Oh Dios! ¡Si yo pudiera
salvar uno de la marea!”
- Mirad esta fotografía, ¿qué os parece?
- Una pesadilla.
- Una alfombra nacarada de esponjas coralinas.
- Un mar de espinas líquidas que batean furiosas las rocas de lo que parece el sombrerete de un faro.
- ¿Qué os trasmiten el poema y la imagen?
- Impotencia
- Ansiedad
- Zozobra.
- Como veis, todos sentimientos lacerantes. ¿Qué hacer cuando la angustia, sea cual sea su origen, nos atenaza?
- Unos polvos de la risa.
- Una birra bien fresquita, a la salud de Poe.
- ¿Alguna solución de efectos duraderos, por favor?
- Profesor Steven, ¿tal vez buscar la salida del oscuro paraje al que nos confina la creencia de que no hay más sufrimiento que el propio? ¿Tener el valor de renacer a un mundo donde todos los sonidos no son armónicos, ni todas las notas de la melodía son perfectas?
- Quizás. Cada uno debe buscar su propio camino hacia la perfección como ser humano; su retorno al paraíso. Podéis iros y seguir mi consejo, si os parece, ¡disfrutad del verano!
Steven regresa a su mesa. Cojea más que de costumbre; se está adaptando a su nueva pierna y eso le provoca inseguridad, pero logrará vencerla. Kathy le ayudará.
Murmura:
- Vincent salvó a Steven; a Vincent le redimieron los marineros, ¿no hubo nadie que librara a Poe de sus fantasmas? ¿nadie que tapizara sus trágicas vivencias con el velo sanador del olvido?
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Y el impávido cuervo osado aun sigue, sigue posado,
en el pálido busto de Palas que hay encima del portal;
y su mirada aguileña es la de un demonio que sueña,
cuya sombra el candil en el suelo proyecta fantasmal; y mi alma, de esa sombra que allí flota fantasmal, no se alzará... ¡nunca más!”

EDGAR ALLAN POE
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A todos nos preñó alguna vez el aciago influjo de la luna negra.
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