48 CANDELAS
Esta colección de relatos tiene un tronco común:
El diario que un farero inició con fecha uno de enero de mil setecientos noventa y seis y dejó de escribir al cabo de cuatro días. Edgar Allan Poe creó este personaje. O, tal vez, visualizó esas páginas en otra realidad y las materializó para nosotros.
¿Por qué las anotaciones en su diario terminaron de una forma tan inesperada?
Más de cuarenta narradores, en respuesta a la propuesta del escritor asturiano Fernando Menéndez, se han unido para conseguir la hazaña de multiplicar faros y torreros, creando un caleidoscopio de soluciones con olor a salitre, salpicadas por las olas, hechizantes y misteriosas.
Aquí están sus textos, sincero homenaje a Edgar Allan Poe y a la labor de todas aquellas personas que han diseñado, construido y mantenido los faros para que su luminaria sea, desde hace siglos, guía en la oscuridad y su sonido, la voz del hombre en medio del vasto mar.
Los cuentos están ordenados según su número de palabras para dibujar un faro: liviano arriba, sólido en su base.
El título hace referencia a la unidad de medida de la intensidad de los faros, la candela. Cuarenta y ocho- número simbólico por excelencia- enumera el total de los relatos: Un original pastiche y los 47 relatos que forman la colección.
Esperamos que esta obra sea de su agrado.
Mara (Mª del Carmen Salgado Romera)
Siguiendo las órdenes de su capitán, Drake y Smith me han traído hoy en una lancha. Los tres viajamos prácticamente en silencio. Consiguiendo, a duras penas, sobreponerme a mi inquietud por la desaparición de mi querido primo y a los recuerdos que me transmite este faro, al que no había vuelto desde pequeña, he logrado asimilar sus explicaciones sobre el funcionamiento del fanal y he quedado absolutamente sola al pedir que se llevaran a Neptuno, nuestro viejo mastín.
No puedo permitir que nada me distraiga: tengo sólo tres o cuatro días para intentar averiguar qué sucedió y dónde puede estar mi primo pues, cuando vuelva la goleta hacia La Isla de los Condenados para cargar minerales, me tendré que marchar aquí.
Esta madrugada, al despedirme del capitán De Grät en la goleta, aunque sus palabras eran firmes, su mirada reflejaba ternura y preocupación: “Te recogeremos cuando volvamos. Y no voy a admitir ninguna prórroga”- me advirtió, con la severidad propia de su autoridad dejando ver, de forma involuntaria, que no esperaba que encontrara a mi primo. “Te recogeremos” fueron sus palabras, no: “Os recogeremos”.
¿Soy, acaso, una ilusa por creer que sigue vivo?
Drake y Smith habían llegado aquí con la lancha hace cuatro días acompañando a mi primo, quien vino a hacerse cargo del faro. No tenían que volver hasta pasadas dos semanas, para descargar agua y víveres; libros, prensa, correspondencia e intercambiar la ropa sucia por otra limpia. Sin embargo, tuvieron que regresar ayer por la mañana para dejar el segundo cofre de Edgar que, por error, había quedado a bordo de la goleta en el viaje de ida hacia La Isla de los Condenados.
Su producción de minerales está vendida bajo contrato y nuestro barco realiza un viaje completo de ida, estiba, regreso y desestiba en siete u ocho días, si las condiciones climatológicas lo permiten, y sólo queda fondeado en el puerto de nuestra ciudad para ser reparado o cuando el tiempo impide la navegación.
Cuando en la madrugada del día uno, después de la fiesta de fin de año, nos despedimos de Edgar en la cubierta superior, bromeamos sobre si sería capaz de soportar la soledad de “El pequeño Hércules”, que queda en medio del océano, justo a mitad de camino entre nuestra ciudad y la isla. Él, persona inquieta, siempre ávida de novedades, se reía cuando De Grät, un poco ebrio, le decía meneando hacia arriba y hacia abajo su dedo índice: “Recuerda lo que te he dicho: ¡Nada de mujeres!”.
Mientras los marineros terminaban de cargar los suministros y sus pertenencias en una de las dos lanchas de la goleta, mi primo se despidió agitando la mano. Nunca le había visto de tan buen humor, pero es normal, pues por fin había logrado cumplir su deseo de hacerse cargo del mantenimiento de este faro, mientras podía disfrutar de la soledad que tanto añoraba para terminar su manuscrito.
No quiero olvidar ese momento: era la viva imagen de la victoria. Su mirada reflejaba la fuerza de sus treinta años y su sonrisa se abría ante un futuro esperanzador. Pensaba que su libro de viajes iba a aportar conocimientos decisivos sobre la naturaleza del ser humano.
Cuando Drake y Smith volvieron ayer, al no responder Edgar a sus llamadas, revisaron el faro y sus alrededores, constatando que no estaba en el islote. No se podían demorar porque si la marea bajaba, el paso entre las islas y los puntiagudos farallones es muy peligroso.
Dudaron en dejar el cofre, pues creían que, dado el posible valor del contenido, sería mejor retornarlo junto con el que habían traído el primer día, pero no se atrevieron a contravenir el mandato de su capitán. Calcularon que les daba tiempo a subirlo a la torre, donde estaría más seguro. No les parecía oportuno echar la llave, ya que habían encontrado el faro con la puerta cerrada, pero sin asegurar. En cuanto terminaron volvieron para dar parte de la desaparición de “Sir Edgar”.
Todos evitábamos mirarnos a los ojos mientras los marinos añadían que no habían observado nada extraño, que la barca de remos estaba amarrada y los objetos sólo presentaban el desorden natural propio del uso reciente. El fanal tenía aceite.
Después de escucharles, me retiré a la cámara de oficiales para asimilar la dura noticia. La esposa de De Grät me siguió y me dijo que su marido enviaría a una persona al faro para custodiarlo y buscar indicios sobre mi primo. Logré que me ayudara a convencer a su marido para ser yo esa persona.
Hemos tenido que esperar a que la marea fuera adecuada y hasta hoy al amanecer Drake y Smith no han embarcado en la lancha un pequeño baúl con mis pertenencias.
El cansancio y el nerviosismo hicieron que, por un momento, me asaltara la idea de que fueran ellos los causantes de su desaparición para robar los cofres y pensé si yo también estaría corriendo peligro. Llegué a imaginar, incluso, una traición del capitán De Grät para quedarse con nuestro patrimonio.
El cabeceo de la lancha me calmó, ayudándome a rechazar esos insensatos pensamientos. De Grät y su mujer siempre nos han apoyado y aconsejado correctamente. Drake y Smith son viejos marinos que nos conocen desde pequeños, pues mi padre les contrataba siempre. Me sentí mal por haber pensado así.
Mis dudas se disiparon por completo cuando al llegar al faro comprobé que los dos cofres están aquí, al lado del armario, cerrados y sellados, tal como estaban en nuestra casa. Edgar los trajo al regreso de su último viaje por el Este. Son idénticos, de olorosa madera de cedro, herrajes metálicos repujados con exóticos dibujos y candados de bronce con forma de pez. Cada uno pesa unas ciento cincuenta libras y miden casi veinte pulgadas de longitud, otro tanto de altura y un poco menos de anchura.
Aunque estoy acostumbrada a verlos ignoro su contenido, mi primo no me lo ha querido contar. Que yo sepa, no se lo ha dicho a nadie. Me gusta su olor y el tacto de su madera tan pulida y suave. Los dibujos de los herrajes representan a dioses antiguos, pero no de esta zona, sino de los remotos lugares que visitó en su último viaje. En alguno de esos extraños sitios me compró el collar de oro que llevo siempre puesto desde entonces. Aunque a todo el mundo le horroriza, a mí me gusta su original colgante: una figura que representa por un lado a una mujer y por el otro a un hombre.
Así me ha hecho a mí la vida: un poco, por mi naturaleza sensata pero ansiosa de libertad y, otro poco, por las duras circunstancias que me ha tocado vivir. Mi primo Edgar es la única familia que me queda y, aunque su forma de vida me resulta cuestionable, siento hacia él un cariño de hermana mayor desde que, al quedar ambos huérfanos hace seis años, decidimos seguir viviendo juntos en la residencia que nuestros padres habían heredado de nuestro abuelo.
Mi madre murió de tuberculosis cuando yo tenía once años. Mi tía, la madre de Edgar, cayó también enferma y murió unos meses después. No había ninguna mujer en la familia que pudiera hacerse cargo de mi educación, por lo que mi padre me internó en un colegio para señoritas en la zona central del país, con lo que también lograba alejarme de nuestra casa sobre la que, según la gente, había caído una maldición hacia sus mujeres.
A mi primo, dado su indómito carácter, le dejaron en nuestra residencia bajo la tutela de los caseros, quienes se encargaban de llevarle al colegio y cuidarle cuando mi tío no estaba.
Mi estancia en el internado fue un período tranquilo. Tenía amigas que, como yo, procedían de puntos lejanos. Algunas también eran huérfanas. El primer año, al principio, estábamos silenciosas, llorosas, hurañas e irascibles, por momentos. Nos mostrábamos egoístas, envidiosas, quisquillosas, chivatas, desconfiadas... Nos sentíamos enfermas, veíamos fantasmas, monstruos y bichos por todas partes. Nos queríamos ir y volver a nuestras casas, aunque estuvieran medio vacías…
Pero la inteligencia del director, que cobraba mucho dinero por nuestra estancia, sumada a su experiencia, a su capacidad práctica, a su buen humor y a la valía de las maravillosas personas que junto a él trabajaban, consiguieron que a los tres o cuatro meses imitásemos a las maestras e institutrices, quisiéramos a las cocineras más que a nuestras propias tías, ayudáramos a las limpiadoras y a los jardineros; confesáramos sin temor nuestros pequeños pecados al capellán; dejáramos descansar al médico, al practicante y a las enfermeras de nuestros males imaginarios y nos sintiéramos casi felices.
Nos enseñaban religión; geografía e historia; literatura y varias lenguas. Practicábamos caligrafía y ortografía, mientras nos leían bonitos libros de aventuras o de amor, que nos hacían soñar.
Nos gustaba la botánica. En primavera hacíamos prácticas de jardinería y cada alumna cultivaba una pequeña huerta en el extenso y cuidado terreno que rodea al colegio.
Aunque me interesaba la música, no fui capaz de aprender a tocar más instrumento que la flauta travesera y mis notas a veces desentonaban. Me reprendían. No sirvió de mucho. En mi último año, el 4º Concierto brandeburgués de Bach ganó nuevos compases, lo que asombró a los asistentes a la fiesta de fin de curso, especialmente a mi profesora.
Lo más divertido eran las clases de danza, modales y ceremonial, a las que teníamos que asistir perfectamente ataviadas, donde nos asignaban títulos nobiliarios y teníamos que representar dignamente nuestros papeles.
No todo era tan brillante, también nos enseñaban a cocinar; a hacer ropa, a bordar y tejer; a planchar; a limpiar; a gobernar a los criados, para prepararnos como buenas esposas, algo que yo acepté durante muchos años como propio de mi condición femenina.
Las matemáticas, asignatura que a la mayoría de mis compañeras no les resultaba interesante, era la que más me gustaba y, al cabo de cuatro años, cuando ya sabía tanto como mis maestras, mi padre y el director me permitieron recibir en el internado clases particulares de un joven profesor de modales exquisitos, muy atractivo.
Con él aprendí, además, un poco de astronomía, física y química y bastante sobre minerales y gemas. Richard fue mi primer y único amor…totalmente imposible, ya que yo era bastante menor y él tenía novia. Mis amigas también estaban prendadas de él. Lo hubieran estado aunque hubiera sido feo, porque era el único hombre, además de los viejos empleados del colegio, que traspasaba sus puertas.
A nosotras no nos dejaban salir, a menos que fuéramos de compras al pueblo, al teatro o a los bailes benéficos de la cercana capital o para realizar alguna excursión. Íbamos siempre acompañadas por institutrices, incluso cuando estábamos en el último curso.
Poco a poco, la figura de mi padre perdió peso en mi vida, ya que sólo recibía de él algunas largas cartas en las que me hablaba de sus viajes, de la explotación de nuestras minas y me contaba anécdotas sobre mi primo. La única que conservo es en la que me puso al corriente del fallecimiento de mi abuelo.
Solían llegar acompañadas de paquetes con variados regalos. Al principio contenían dulces, muñecas, libros de cuentos y tarjetas que firmaba como “Papá Oso”, en recuerdo de la fábula que me contaba cuando era pequeña.
Después, novelas, telas, vestidos, joyas… Seguía metiendo tarjetas cuya despedida, invariablemente, era: “Un abrazo de tu padre, Carlos”. Sé que me quería, pero jamás me lo dijo y nunca vino a verme. Me costaba perdonárselo.
Estuve allí siete años y después estudié para maestra en la capital, aunque seguía yendo a dormir al internado. Terminé los tres cursos y regresé a mi ciudad.
Encontré todo bastante cambiado, empezando por mi familia: el abundante pelo liso de mi padre era ya totalmente canoso. Llevaba un chaleco negro y su camisa blanca, arremangada hasta los codos, dejaba ver su piel morena cubierta de vello blanco.
Surcaban su frente tres arrugas paralelas y el marcado entrecejo hacía más larga su aguileña nariz. Me dio pena notar que, pese a su fuerza, se iba haciendo viejo. Sin embargo, sus carnosos labios se abrían en una emocionada sonrisa que le hacía rejuvenecer y las arrugas que se formaban a los lados de sus ojos verdes le sentaban bien. Seguía siendo un hombre elegante del que emanaba un halo de inteligencia, confianza y autoridad.
Mi primo se había transformado en un joven alto, delgado, moreno, rizoso, de frente amplia y llena de granos; nariz puntiaguda; ojos inquietos, inteligentes y, a veces, burlones. Tenía su afilado mentón cubierto por una pelusilla que también crecía sobre la línea de sus afilados labios y que se acariciaba a cada momento, sin darse cuenta, con sus alargados y huesudos dedos.
Ellos también extrañaron mi aspecto: un sencillo vestido azul claro, ceñido bajo mis pequeños senos, dejaba al descubierto mis antebrazos y el cuello, sobre el que caían rizos pajizos, al deshacerse mi recogido durante el viaje.
Ya no era la pequeña Anne que habían visto por última vez hacía diez años: había cumplido veintiuno el mes anterior, concretamente el 17 de mayo.
Nos abrazamos levemente. Siempre hemos sido poco dados a mostrar las emociones, pero por dentro me estallaba el corazón e intuía que a ellos también.
Mi tío no pudo ir a recibirme, estaba de viaje, aunque había prometido llegar para la fiesta que estaban preparado para celebrar mi mayoría de edad.
Mientras íbamos hacia casa me sentía como una forastera, la ciudad estaba distinta, el puerto y los astilleros habían crecido, había muchos comercios nuevos, gente que no conocía y faltaban, desde hacía pocos meses, unas personas a las que quería mucho: los caseros. No quisieron decírmelo antes de llegar a nuestra residencia.
Nuestro hogar se mantenía como lo recordaba, pero me parecía que al abrir cualquier puerta, por los pasillos, en los vestíbulos vería a mi madre y a mi tía. Esa sensación era más fuerte aún hacia mi abuelo. Me extrañaba tanto no verle en su sillón, fumando su oloroso tabaco de pipa... La casa era demasiado grande para nosotros cuatro.
Aunque yo quería trabajar de maestra, no me atrevía a decirlo y, por complacer a mi padre, me encargué de dirigir las labores domésticas, cada vez más aburrida, envuelta en un ambiente de señoras aburridas hasta que, al cabo de unos meses le pregunté si podía acompañarle para conocer la isla, que queda a unas diez horas de navegación de este faro, rumbo norte.
En el barco sentí tanta libertad que envidié a los hombres: ¿Por qué ellos podían ser marinos y yo no? Desde entonces, convencí a mi padre para que me dejara navegar con él una vez al mes.
En los primeros viajes no me enteraba de nada, en la goleta siempre estaba en la zona de oficiales y en la isla tenía prohibido salir de la fortaleza desde la que se custodian las minas, pero al irme fijado en el entorno, no tardé en comprender por qué a Piedras Blancas la llamaban Isla de los Condenados: hasta ella embarcaban, entre otros seres de baja estofa, a presos condenados a cadena perpetua quienes, si lograban sobrevivir a la dura tarea de arrancar minerales, rebajaban su pena.
Un día, sobornando a los guardias, logré ver las penosas condiciones en que trabajaban. Los hombres descendían atados con cuerdas, arracimados en piñas de cinco o seis. En los túneles no cabían erguidos y llevaban atado a su cintura un arnés con una cadena sujeta al carro donde se depositaba el mineral.
No era raro que la entibación fallara, produciéndose derrumbes, aunque se silenciaban las noticias sobre sus muertes. Todo eso me hizo ver una parte de la realidad que jamás conocí en mi infancia y en mis años de internado. Me propuse hacer todo cuanto estuviera en mis manos para intentar que se mejoraran las condiciones de los presos.
Al principio, mi padre se enfadó por haberle desobedecido y por meterme en “cosas de hombres”. Pero se dio cuenta de lo inhumano del trato que se les daba a “esos seres despreciables que han hecho daño y están pagando por ello” al convencerle de que si morían por nuestra culpa no éramos mejores que ellos.
Papá empezó a ver en mí a una persona que estaba dispuesta a aprender y que siempre le apoyaba. Nos gustaba pasear despacio por las blancas playas. Me fue enseñando las diferentes minas, sus peculiaridades y los usos de sus productos. Oro y plata; granates y amatistas: metales y piedras semipreciosas muy apreciadas por nuestros joyeros. Alumbre, para curtir el cuero y para fijar los colores en los tejidos, para evitar el olor corporal y para cicatrizar heridas. Como su demanda había empezado a caer hacía ya unos años, explotábamos también la almagra que queda después de extraerlo, muy apreciada para crear pinturas de color rojo y para la limpieza de espejos y plata.
Poco a poco fui haciéndome cargo de llevar las cuentas de nuestras minas. Era la única mujer que trabajaba en la Sociedad Química y Minera, a la que todos llamamos <<sociedad>>. Sé que no apreciaban mi valía, a las mujeres nos consideraban poco aptas para esos trabajos y la mayoría de los hombres no estaba de acuerdo en que estuviera allí.
Sin embargo, los socios se fueron convenciendo de que había heredado las cualidades de mi padre, que le habían llevado a ser el presidente. A sus mujeres logré demostrarles que para una dama hay más cosas en la vida que los hijos, los perfumes, las sedas, las joyas y los bailes.
Algunos fueron cambiando de mentalidad y la mujer del capitán De Grät empezó a acompañarme a la isla, lo que hicieron después las señoras de varios oficiales, convirtiéndose en una moda, hasta el punto de que, alrededor de la fortaleza, empezaron a construirse bellas residencias de temporada y un balneario. Pero las mujeres seguían sin trabajar en la <<sociedad>>.
Los años fueron pasando mientras la isla y los negocios prosperaban. Ya casi no llegaban presos y los trabajadores de las minas tenían, cada vez, mejores condiciones de seguridad. Cerca de la explotación se edificó un pueblo para sus familias. En las proximidades se construyeron granjas, se instalaron industrias que generaron más mano de obra y los barcos iban y venían sin parar entre la isla y nuestra ciudad, a la que ya duplicaba en habitantes.
Mi vida era plena, hasta el desdichado día en que mi padre y mi tío Edgar murieron al partirse el gancho de una grúa cargada con maquinaria. Ocurrió cuando yo tenía veintinueve años.
La familia De Grät y los demás accionistas nos apoyaron en todo, aconsejándonos que dejáramos el cuidado de nuestra herencia al gabinete de economistas. Ninguno de los dos quisimos. Mi primo porque no deseaba que nadie le controlara y yo porque tenía bastante conocimiento sobre los contratos y la contabilidad; los socios y los movimientos políticos, como para hacerme cargo de mi legado. Y lo he administrado bien.
Aún así, después de estos seis años, hay personas que insisten en que debo de buscar un esposo para que me cuide: “Ya vas siendo muy mayor. Pronto nadie se querrá casar contigo”.
Les hago poco caso, asisto rara vez a los bailes y las fiestas. Prefiero estar en mi casa leyendo, cosiendo o cocinando, cuando no estoy a bordo o en las minas. Quizás piensan que tengo vocación de célibe. La realidad es que no he conocido a ningún hombre con el que crea que pueda ser feliz. Sin embargo con mi primo Edgar, que también está soltero, nadie se mete.
La única persona que le recrimina soy yo, pero no por ese motivo: pese a mis consejos, rehúye cualquier actividad que requiera un esfuerzo prolongado en el tiempo; la herencia y su inteligencia le han permitido viajar y sacar provecho económico de sus periplos marítimos. Por eso, pese a su inconstancia, estaba bien considerado por los miembros de la <<sociedad>>.
Sin embargo, su prestigio se empezó a derrumbar hace poco más de un año, concretamente a partir del 22 de marzo de 1795, fecha en que festejamos su treinta cumpleaños y su reciente regreso de su periplo por el Este del que volvió decidido a escribir un libro para relatar las extrañas experiencias que le habían acontecido y lo que había aprendido de aquellas personas que eran: “Capaces de realizar prodigios que aquí jamás sospechábamos que pudieran existir”.
Durante los primeros meses, fue narrando esas historias a sus camaradas, lo que le convirtió en el hazmerreír del viejo Orndoff y del pequeño círculo de personas a las que confió sus vivencias, quienes no tuvieron reparo en propagar a los cuatro vientos “las locuras de Edgar”, seguramente acrecentadas para regocijo de los tertulianos habituales de los salones. A mí no me las contaba, sabe que no me gustan las cosas extrañas, sólo me llegaron inevitables habladurías a través de nuestros conocidos. Me hacía daño ver que aquellos a quienes él consideraba amigos eran tan falsos, pero nunca se lo dije, hubiera sido cruel.
La escritura del manuscrito llegó a ser su obsesión. Pese a la oposición de la <<sociedad>>, gracias a las influencias de De Grät, logró cumplir el deseo de venir a este faro. Salvo que haya en ese libro alguna anotación posterior, sus últimas palabras escritas están en este diario, justo encima de las mías.
Por lo que estoy observando, sus comentarios han sido caligrafiados impulsados por diferentes estados de ánimo: la letra es pequeña y apretada el primer día; más grande y suelta el segundo; ligeramente torcida hacia abajo el tercero, con presiones de la pluma que delatan nerviosismo.
He leído varias veces “4 de enero” sin detectar en esos pocos signos nada de especial, salvo que esa anotación no da pie a pensar que fuera a desaparecer sino, más bien, que se disponía a continuar escribiendo. ¿Qué se lo impidió?
De su estancia en este faro sólo tenemos la certeza de su llegada el viernes uno de enero, junto al primer cofre. Por lo tanto, mi primo desapareció entre las siete de la mañana del día uno y las nueve, aproximadamente, del día cuatro que fue cuando Alfred Drake y Robert Smith descubrieron su ausencia.
Si las palabras de este diario no encierran ningún engaño, no hubo más tempestad que la que dificultó la llegada de la lancha el primer día, su descargue y su partida, amainando el viento en la madrugada del día dos. En el resto del periodo, ningún temporal pudo ser la causa de que Edgar cayera desde el balconcillo del torreón. ¿Por qué estaban aquí afuera sus botas?
A través de los cristales del balcón veo la luz del fanal brillando. Una parte de esa luz queda retenida por un grupo de nubes bajas. El resto del cielo está despejado. La luna, en cuarto creciente, dibuja trazos plateados sobre el mar. Pronto amanecerá y podré acostarme. ¡Qué insignificante me siento! Aquí los apellidos y el dinero no son nada. La fuerza de una persona es nimia comparada con la de una ola golpeando las rocas y elevando cortinas de espuma.
Si tuviera más tiempo adecentaría esta habitación llena de suciedad y telarañas. Espero que Neptuno no haya dejado pulgas y que no haya chinches en la cama. Al menos no me pica nada, por ahora. Me han dicho los marineros que no han visto ratas. Ojalá sea cierto, porque les tengo más miedo que a los piratas.
Escribiendo, la noche ha pasado con rapidez. En cuanto haya descansado unas horas empezaré a buscar su libro. Quizás en él haya algún indicio de sus intenciones. La luz del candil se agota, como yo. Es hora de tomar un té bien caliente y descansar.
6 de enero- Pese a las emociones, me quedé dormida en cuanto me acosté y recé. Sobre las doce, me despertaron los golpes del mar contra el faro. Extrañé este lugar: los chasquidos de la maquinaria en la cámara de servicio; la mezcla de olores de la habitación, la soledad... Me dolía el cuerpo, sobre todo los hombros, debí de destaparme al no encontrar postura, pues el catre es muy duro y el frío se adueñó de la habitación al apagarse el fuego de la chimenea.
Desayuné y salí al balconcillo que circunvala la torre. Sobre él hay otro balconcillo para poder limpiar los cristales de la linterna. La vista desde esta altura es impresionante.
La marea, bajando, permitía apreciar una zona de acantilado cortado en vertical en la parte norte, con una altura sobre el mar de unos 5 metros. Es donde está cimentado el faro y, a su alrededor, construyeron un amplio paseo bordeado por un ancho muro, que en la parte del acantilado alcanza mayor altura.
Aunque tenía frío y el viento soltaba mechones de mi coleta, no podía dejar de observar, admirada, el entorno. La extensión de suelo que se apreciaba era de unos 70 m. de norte a sur y de unos 30 m. de este a oeste. La base hexagonal del faro ocupaba más de la mitad de esa anchura. Las gaviotas chillaban y se lanzaban hacia el mar para pescar. Luego se posaban en las rocas, desnudas de vegetación.
La isla va en declive desde el faro hasta el sur, donde hay una zona de cuevas. De pequeña estuve cogiendo en su interior percebes con mi abuelo, Sir Carlos Thompson, quien había convencido a la <<sociedad>> para construirlo cuatro años antes, después del terrible temporal de enero del año 1764, cuando estuvo a punto de perder su bergantín “Elba” en la vorágine de una tormenta.
Sólo advertía del peligro del arrecife una campana, apenas audible entre los truenos y el bramido del mar. Los barcos, en condiciones normales, evitaban pasar cerca de aquí. En aquella ocasión, sus hombres no pudieron mantener el control y el barco fue arrastrado hacia los farallones. Murieron diez marinos y catorce presos. Se perdió todo el cargamento.
Según me contaba mi abuelo, aunque la zona del acantilado no estaba casi nunca cubierta por el agua, ni siquiera durante la marea alta, costó mucho esfuerzo construir El Pequeño Hércules, pues tuvieron que traer hasta la isla 3.500 piedras de arenisca y granito.
Mereció la pena: desde que se iluminó su fanal por primera vez, los navíos navegan con más seguridad y la <<sociedad>> recuperó la inversión, ya que, hasta la fecha, se cobra por cada barco mercante que realiza la travesía entre nuestra ciudad y la isla, pero corren rumores de que el gobierno quiere comprar los faros privados.
Sólo vine aquella vez. Tenía ocho años. Era mi primer viaje en barco. A medida que nos íbamos acercando a la isla, El pequeño Hércules se veía como una blanca columna sobre el acantilado. Parecía un cíclope desafiando al mar. Estuve buscando sirenas entre las rocas con el catalejo de mi abuelo y, al no verlas, me convenció de que estaban escondidas en las cuevas.
Al pasar cerca de un pequeño islote, redondeado como una gigantesca calva, me contó que era la cabeza de Neptuno, que estaba agachado, y que, en cualquier momento se podía levantar. Los farallones eran afiladas uñas de brujas malvadas que querían destrozar los barcos para llevarse a sus hombres al fondo del mar y casarlos con sus horribles hijas. Pasé tanto miedo que nunca más quise que me contaran ese tipo de historias. No entiendo por qué los viejos disfrutan asustando a los niños.
Al desembarcar, mi abuelo me cogió de la mano y subimos despacito los escalones del faro. Cuando llegamos al segundo balconcillo me dijo: “¡Sal!, sal sin miedo…”. Me agarré con fuerza a los barrotes. Nunca había estado en un lugar tan alto. Pensé que si me cogía en brazos y yo estiraba la mano, podría tocar a Dios. Nos quedamos un momento en silencio: el mar, el viento, el mar, el mar, el mar…
Es curiosa la cantidad de imágenes que me vienen a la cabeza al escribir. Nunca más volví al faro, unos días después se hizo la inauguración oficial y vinieron a vivir los tres torreros. Desde entonces, hasta que enfermó el último farero y mi primo quiso sustituirle, no volví a pensar mucho en El Pequeño Hércules ya que no navegamos cerca.
No sé cómo pueden resistir los fareros esta vida tan solitaria. Cuando he viajado en los barcos no he sabido valorar su admirable labor. ¡Cuántas vidas han salvado sus desvelos!
Esto me lleva a recordar lo que escribió mi primo sobre una profecía de De Grät. Supongo que el capitán se inventaría cualquier cosa para evitar que se quedara aquí mucho tiempo, pues temería que, embebido por su libro, no se acordara de atender al fanal o se volviera loco en este lugar tan solitario, sabiendo que su fantasía podía jugarle una mala pasada.
Puedo imaginarle sentado en esa cama, cayéndole sus rizos negros y largos sobre el rostro anguloso, con la mirada perdida mientras rememora sus vivencias. Le imagino, como en casa, levantándose de repente, flexible y ágil, para acercarse hasta el escritorio, coger la pluma con sus manos alargadas y huesudas e inclinarse sobre su libro, escribiendo durante horas, sin detenerse para beber, comer o descansar.
Yo, antes, sólo había escrito cartas y algunos poemas. Me está gustando poner sobre el papel lo que pienso, siento y veo. Me ayuda a mantenerme despierta y a espantar los pensamientos de desánimo, incómodos como negras nubes que, aprovechando la soledad, quieren bajar desde mi cabeza hasta mi pecho… pero no les dejo y menos hoy, día de Reyes, en que, por primera vez en mi vida, me he vestido con ropa de hombre.
Mis blusas, chalecos y faldas no son el atuendo más adecuado para descender, con un candil en la mano, los doscientos cincuenta escalones que tiene este faro, así que decidí ponerme la ropa de mi primo.
Abrí el armario: colgados de las perchas pendían el capotillo azul de paño con capucha que le había regalado en Navidad; una chaqueta forrada de bayeta; varios calzones largos de paño y lienzo; un chaleco y camisas de franela y crea, algunas de las cuales habían sido cortadas y cosidas por mí. En los estantes se apilaban jubones, jerséis, medias de gruesa lana y de estambre; un gorro y un sueste; pañuelos de cuello; guantes de piel y de lana; una faja de capullo y un cinturón.
Su olor, impregnado en esas prendas, me entristeció. En ese momento me hubiera gustado estar a su lado, que fuera una de las tardes que pasábamos hablando, él de sus viajes, yo de la marcha de nuestros negocios… pero al encontrar, en la parte derecha del armario, una caja de madera con cartas y objetos femeninos, me di cuenta de que si no le he perdido ya para siempre, no tardaría en perderle, cuando se le pasara la obsesión por su libro, madurara y alguna mujer consiguiera llevarle al altar.
Al lado de la caja, su pistola, la munición, la brújula, el sextante, mapas y cartas de navegación que alguna vez me había mostrado para explicarme las rutas de sus viajes. No era posible que hubiera marchado de la isla sin ellos.
Bajo el armario descansaban unos zapatos abotinados bien lustrados, unas zapatillas y las botas de cuero que encontraron los marineros en el balcón y yo guardé.
Hallé también su petate vacío en un rincón. Sin embargo, eché de menos el imponente cuchillo de mi tío, quien presumía ser capaz de desenvainarlo en menos tiempo del que dura un estornudo; y el rosario de nácar de mi tía, que Edgar siempre colocaba en algún lugar próximo al cabecero de su cama.
¿Por qué faltaban estos objetos y no su pistola? ¿Los llevó consigo? ¿Los sustrajeron los marineros? Pero… ¡no! No tengo motivos para desconfiar de ellos, Dios me perdone.
Elegí un jersey, me sujeté unos pantalones con la faja y me abrigué con su capotillo. Busqué su libro entre los tomos de la estantería y los papeles de este escritorio; bajo la cama y bajo el somier: no lo encontré.
Recorrí, con las palmas de las manos enguantadas, las paredes de piedra, por si hubiera alguna suelta que tapara un escondite. Removí los troncos apilados al lado de la chimenea sin obtener resultados, pero, al menos, entré en calor.
Atisbé entre los utensilios de cocina de la alacena y la revisé por su parte superior: sólo había telarañas. Rebusqué entre la comida: un cesto con limones y manzanas; tarros con té y café; patatas, legumbres y verduras secas; un pequeño saco con harina; una lata de galletas; manteca envuelta en un paño; dos garrafas de agua, un galón de cerveza y una barrica de ron, intacta, así como las de carne salada y pescado. De esas viandas, salvo lo que yo había comido, sólo parecía haber empezado un queso y una hogaza de pan. ¡Pobre Edgard!, es capaz de no comer por no calentar una sopa.
En un pequeño armario, al lado de la jofaina y el barreño, guardaba su estuche de afeitar y su peine; ropa de cama, toallas, un botiquín, agujas e hilos. Me extrañó que no tuviera un espejo. ¡Menos mal que yo había traído el mío!
Descarté volver a entrar en el apestoso excusado, en el que sólo había un retrete y un balde y decidí inspeccionar la base del faro.
Bajé las escaleras preguntándome qué encontraría detrás de las puertas que vi al llegar y no me detuve hasta alcanzar el vestíbulo, pese a que me mareaban las sombras que el candil proyectaba en las paredes en el continuo girar de la escalera de caracol. El golpeteo de las olas contra los muros y el olor a cerrado y a humedad cada vez se hacía más fuerte. Cuando llegué estaba mareada y me tuve que sentar en un banco.
Mientras descansaba, recordaba lo que me había contado De Grät sobre la estructura del faro para no dejar ningún lugar sin examinar: “Escarbaron los cimientos horadando cinco metros la roca para asentar la base cilíndrica, pero dejaron el hueco sin rellenar. A su alrededor, hicieron una construcción hexagonal para los dormitorios, la oficina y las demás dependencias de forma que el fuste queda en el centro, circunvalado por un pasillo por el que se accede a las habitaciones.
Cuando lo vi en los planos, desde arriba me pareció un ojo: el negro hueco de la escalera sería la pupila, las escaleras el iris y el pasillo la córnea.
Subiendo la escalera está la habitación de la torre junto a la cámara de servicio, por la que se accede mediante una escala a la linterna. La cámara de servicio fue remodelada cuando, al mejorar los mecanismos de rotación y aumentar el número de mechas, se redujo la plantilla a un hombre, así que hicieron una división para separar la zona ocupada por la maquinaria de la del habitáculo que hace las veces de dormitorio. Desde entonces las habitaciones de abajo quedaron sin uso”.
Me levanté del banco decidida a emprender la búsqueda del libro por la derecha, pero el olor que salió entrar en la primera habitación me hizo pensar que lo mejor era ventilarlas antes de inspeccionar. Abrí todas las puertas, ventanas y contraventanas, menos las de la oficina, que estaba cerrada con llave, y salí al ancho paseo que circunvala el faro.
El cielo estaba más despejado, apenas había nubes. Me acerqué hasta el embarcadero y caminé, con cuidado, sobre las rocas entre las que se habían formado pequeños charcos por los que corrían cangrejos.
Las diferentes clases de algas daban un toque de color al mar, que estaba muy claro. Vi sargos, abadejos, róbalos y brótolas. Pensé en las agradables horas que habrían pasado los fareros pescando. Mi primo no creo que se entretuviera en ello, en su obsesión por escribir el libro. Por los comentarios que me llegaron, en su manuscrito hablaba de extraños ritos para convocar a demonios que realizaban, a escondidas, algunas personas que conoció y que, aparentemente, llevaban una vida social de lo más respetable. Seguro que eran exageraciones de Orndoff.
Recorrí la isla en media hora, aproximadamente. Al bajar la marea, era más grande que cuando la oteé desde el balcón. Algunas de sus rocas estaban tapizadas por moluscos. Me hubiera gustado saber si las cuevas de las rocas seguían cubiertas de percebes, pero unas ráfagas de viento hicieron repicar la campana de la torre y recordé que no debía perder el tiempo. Volví hacia el faro: cincuenta metros de majestuosa blancura, alzándose sobre el nublado horizonte.
Su base hexagonal me da impresión de estabilidad y su cuerpo cilíndrico, de esbeltez. No sé cómo mi primo pudo escribir: “La base sobre la cual descansa la estructura se me antoja tiza...”. Quizás se refiera a la zona hueca que queda dentro de la roca, pero a mí no me da sensación de peligro. Hasta ahora no he visto ninguna grieta.
Si algo rompe la armonía de su bella simetría es la grúa situada sobre la fachada y, en un lateral, un depósito cuadrado para recoger el agua de la lluvia. Subí por su escala y vi que está bastante lleno. Tiene un agujero, protegido con un filtro de rejilla más fina, que lo conecta con la pared del faro. Pensé que, gracias a eso, al menos tendría agua en la cocina y en el excusado de abajo, aunque no fuera potable.
Volví al interior. Desde el vestíbulo se accede a la primera pieza de la derecha: el almacén para depósito de aceite, cuya puerta es de hierro para aislar la sala en caso de incendio. Es un local pequeño y no percibí nada en su interior que me llamara la atención, salvo el fuerte olor que se desprendía de los galones de aceite. Salí de nuevo al vestíbulo.
Por una puerta bastante grande que hay a su izquierda, entré al taller donde hay flotadores, herramientas, cuerdas, boyas, redes, cañas y anzuelos, un ancla, varios objetos que no sé para qué sirven, el banco y la mesa de trabajo. Por las telarañas que cubren todos esos enseres, me convencí de que mi primo no guardó su libro allí.
El almacén de víveres queda enfrente, aprovechando el espacio que deja la escalera al ganar altura. Sobre y bajo las estanterías están las reservas de alimentos que, en cantidades pequeñas, el farero sube a la habitación de la torre. El polvo revelaba que los objetos no habían sido removidos, por lo que fue sencillo descartar la presencia del manuscrito.
Al ver las viandas me entró hambre, pero no quise detenerme. Mi propósito era recorrer las piezas restantes, cerrar la puerta del faro y subir a la torre antes de que oscureciera, para atender el fanal. No soy persona de horarios fijos y me adapto a comer y dormir lo que puedo, cuando puedo, así que no hice caso a mi estómago y abrí la siguiente puerta, la de la cocina.
Comprobé que el grifo de la pila funcionaba. Al principio, el ruido de las tuberías me sobresaltó. Temí que reventaran. Un chorro de agua dejó un reguero en el polvo acumulado de la pila. Me quité los guantes y me mojé la cara. Sentí un regusto en la comisura de los labios, aunque no tan salado como el que deja el agua del mar. Pensé que, si la chimenea de la cocina no estaba estropeada, allí podría asearme mejor que con la palangana de arriba.
Una mesa, un par de bancos y una alacena vacía completaban el amueblamiento. En un rincón descansaban un escobón y un recogedor. A su lado, una pequeña pila de leña. Sobre la mesa y el suelo había migas de pan y queso. Una jarra contenía un poco de cerveza en el fondo. En el suelo estaba el barril vacío. Eran, posiblemente, los restos de la última comida realizada por mi primo.
Los pensamientos corrían veloces por mi mente. ¿Dónde se fue? ¿Llevaba tan sólo el cuchillo de su padre? Si no había más barcas aquí que la que hay amarrada afuera, si no tocó los útiles del almacén, si no cayó por el balconcillo, tenía que estar en el faro, a no ser que saliera y fuera arrastrado por una ola. A no ser… que alguien le obligara a salir por la fuerza.
Seguí explorando bastante alterada. Cada vez estaba más convencida de que mi primo se hallaba con vida. Si alguien se lo había llevado a la fuerza del faro es que querían sacar provecho de él. Y si buscaban dinero, también se habrían llevado los cofres. Pero los cofres están arriba y siguen cerrados y sellados. Por lo tanto, descarté que alguien se llevase a mi primo por la fuerza.
Tampoco me parecía posible que una ola lo arrastrara: el día cuatro yo estaba a bordo de la goleta “Virgen de los Mares” de regreso de la isla y cuando los marineros cargaron el segundo cofre en la lancha me encontraba en el puente de mando. El cielo estaba despejado, no es posible que aquí hubiera tempestad.
Por otra parte, es muy difícil que Edgar se cayera accidentalmente por el acantilado, ya que el muro que rodea el paseo en esa zona tiene una altura considerable.
Tenía que seguir buscando. La siguiente pieza era el baño. Al lado estaba un dormitorio. La estancia estaba prácticamente vacía, salvo un colchón del que se escapaban, por varias roturas, trozos de lana. Me dio tanto asco que decidí tirarlo al mar o quemarlo en cuanto encontrara un palo o una herramienta con que empujarlo. A su lado había un candil, una tabla, un tintero y una pluma.
¿Escribía mi primo recostado en ese colchón? Al aproximarme me di cuenta de que la pared estaba garabateada con símbolos extraños. Edgar había hecho mellas en la carga con un trozo de roca afilada que estaba allí en el suelo, sobre el blanquecino polvo desprendido del muro. ¿Qué representaban esos dibujos? ¿Tenían algo que ver con las extrañas prácticas de las personas que conoció en su viaje?
Sentí un profundo rechazo hacia ese lugar. Soy persona creyente, por lo tanto, sé que los demonios existen y que pueden ser convocados. He leído sobre exorcismos. En los barcos, los marineros cuentan historias. ¿En qué se había metido mi primo? Lo tenemos todo, dinero, posición, poder, educación, conocimientos, salud… ¿Qué más se puede desear? Edgar ha conquistado a cuantas mujeres se ha propuesto… ¿No es bastante para él?
Cerré la puerta. Estaba triste y preocupada. Me dirigí a la siguiente habitación, que no contenía nada. Sin embargo, cuando yo era pequeña en cada uno de los tres dormitorios había una cama, un armario, un palanganero y una silla. Supuse que la última también estaría vacía, como así fue. Pensé que el farero al que sustituyó mi primo se habría llevado los muebles en mejor uso a la habitación de la torre y le habrían dado permiso para utilizar el resto como leña.
Salí al exterior. Un viento frío y desagradable me abofeteó. Se estaban formando unas densas nubes y la marea había comenzado a subir. El mar azotaba la base del acantilado. Quedaba poco más de una hora de luz: era el momento de atender el fanal, pero antes, superando mi repulsa, decidí dar un último vistazo a la habitación del colchón.
Me imaginé a mi primo sentado sobre el colchón, con la espalda recostada en la pared, la tablilla encima de sus piernas y el tintero a la derecha. Me lo figuraba, de vez en cuando, levantándose exaltado para garabatear en el muro con la afilada piedra. Si yo fuera él y no me hubiera llevado el libro ¿dónde lo habría dejado?
Me acerqué al muro con la intención de observar los dibujos. Un golpe de viento cerró las contraventanas con estruendo. El temporal se desencadenó en unos minutos. Cerré y aseguré las ventanas y la puerta del faro.
Subí los escalones hasta llegar, casi sin resuello, a la torre. Trepé por la escala de la pared y revisé el fanal. Repuse aceite. Bajé a la habitación. Encendí la chimenea. Me aseé, me cambié de ropa y comí un poco. Para controlar mi desasosiego, abrí este diario y comencé a escribir lo que ahora estoy concluyendo.
Por los resquicios del balcón silba de nuevo el viento del sudoeste. Ruego a Dios que mantenga mis nervios firmes, pues la tempestad ahora es más fuerte. La torre se mueve ligeramente. El mar golpea enfurecido contra el muro. El rugido del mar, el silbido del viento, el repicar de la campana, los crujidos de la maquinaria, el tintineo de los objetos, el rebufo del aire en el fuste… son enloquecedores.
Tengo miedo, pero mañana todo habrá pasado y revisaré la parte baja del faro. ¡Las llaves! No puedo olvidarme de buscar las llaves.
Ahora rezaré mis oraciones. Dios me protegerá y conjurará cualquier hechizo que pueda haber en este faro. Sí, Dios me ayudará.
7 de enero- Nunca en mis treinta y cinco años de vida he pasado una noche tan terrible. He tenido miedo otras veces en las tormentas en alta mar, cuando al saltar las olas sobre la cubierta, el barco se escoraba y los útiles se caían con estrépito, mientras los relámpagos iluminaban los camarotes con su luz mortecina… pero jamás había vivido una tormenta dentro de un faro.
Aquí, arriba, las contraventanas son de madera y su quejido era como el gemido de una persona. El fuste se cimbreaba y por su interior silbaba el viento y retumbaban los truenos. Las olas golpeaban contra el acantilado a cada minuto. Por primera vez en mi vida, yo no sabía qué hacer. Tenía unas ganas tremendas de gritar, de escapar. Me sentía encerrada como un animal enjaulado. Temía que el faro se derrumbara. Pensé que sería mejor bajar hasta las habitaciones. Cogí la manta y el candil. Me cubrí con la chaqueta y bajé los escalones sin enterarme.
Había entrado agua en el vestíbulo, junto a la puerta. Me metí en la habitación de los dibujos que estaba seca. Me cubrí el cuerpo con la manta. Me senté sobre el colchón, con la espalda apoyada contra la pared y las rodillas sujetas por los brazos contra la barbilla.
A ratos me balanceaba hacia los lados. Eso me tranquilizaba. No era capaz de pensar nada, sólo de escuchar y de sentir. La tempestad iba amainando. Cuando me puse en pie me dolía todo el cuerpo. Deseaba calentarme. Fui a la cocina para encender la chimenea. Al meter la mano en el bolsillo de la chaqueta, encontré un manojo de llaves. Estaba demasiado cansada para averiguar si con alguna de ellas podría abrir la oficina, única pieza que no había podido explorar ayer.
Deseaba tanto dormir y estar caliente que pensé en halar el jergón hasta la cocina. Ya no me importaba su suciedad. Al arrastrarlo, apareció el libro de mi primo. Empecé a llorar sin poderme contener. Gracias a la tormenta había descubierto dónde estaban el libro y las llaves.
Dios, a veces, emplea unos métodos muy crueles para ayudarnos.
Ni abrí el libro. Caí rendida sobre el colchón en la cocina. Cuando desperté no sabía la hora que era. Estaba aturdida y hambrienta. Penosamente subí las escaleras y comí. Me tumbé en el catre. La cabeza me daba vueltas y mis pensamientos estaban divididos: tan pronto veía esta habitación, como me encontraba en la de los símbolos o en una cueva.
No sabía cuántas horas habían pasado, mi reloj estaba parado. Me asomé al balconcillo. Sólo se veía una pequeña extensión de la isla, calculé que la marea estaba en su punto más alto. Por la altura del sol y la sombra de la grúa de la fachada, calculé que serían las doce del mediodía, un poco pasadas.
Puse el reloj en hora para bajar a explorar la zona de las cuevas. No era un capricho. Algo me impulsaba a hacerlo. Tenía que esperar a que fueran las cinco para que el agua estuviera suficientemente baja. Tenía unas cuatro horas para poder examinarlas antes de que el agua volviera a estar alta.
Entretanto bajé a ver el sótano y la oficina. Probé varias llaves hasta conseguir abrir la puerta de una sala grande, bastante limpia. Es la única pieza que tiene cuadros. En un lateral, sobre una gastada alfombra, hay una mesa, un sillón y varias sillas.
Adosada a su pared izquierda se extiende una estantería con dos docenas de tomos entre los que encontré los libros donde están anotados desde los enseres con que se amuebló este faro, hasta cada uno de los víveres que en él han entrado y otros cuadernos con el control del fanal y de las incidencias. Había registrado sólo un naufragio. Seguí buscando y encontré juegos de naipes, un ajedrez, un cubilete de dados, botellas medio llenas y vasos. Nada me llamó especialmente la atención.
Salí y bordeé el pasillo del vestíbulo hasta la parte posterior. Allí estaba la puerta del sótano, tal como me había dicho De Grät. Descorrí el cerrojo y tiré de la manilla, pero no se abrió. Cogí una palanca del taller. Conseguí abrirla, pero me golpeé con la cabeza en la pared de la puerta del dormitorio. Gracias a una linterna que até a una cuerda, comprobé que mi primo y De Grät tienen razón: la base del faro no está rellena, por eso se pueden apreciar las piedras encajadas unas con otras, pero no hay grietas que justifiquen su temor respecto a la seguridad y, aunque el suelo queda por debajo de la superficie del mar, no hay filtraciones al estar los cimientos dentro de la roca.
Deseaba descender hasta el fondo, mas el olor, el poco oxígeno, la oscuridad y un temor irracional a que la puerta se cerrara me atenazaban. Recordé que mi padre me decía: “Cuando se tiene miedo hay que ir a por él”. Sus palabras me dieron ánimo y fui a buscar otra linterna. La dejé junto a la puerta, que aseguré bien.
Entonces me di cuenta de que había lamparillas a los lados de la escalera. Las fui encendiendo mientras bajaba. Pisé la roca. Avancé hasta situarme en el centro de la circunferencia que forma la base del faro. Abrí las piernas y elevé los brazos extendidos hacia los lados, tal como el Hombre de Vitruvio de Leonardo Da Vinci. Imaginé la luz de la linterna brillando cincuenta y cinco metros más arriba. Estuve así unos minutos, escuchando mi respiración, cada vez más calmada.
Una sensación de felicidad recorrió mi cuerpo desde las plantas de mis pies hasta la parte más elevada de mi cabeza. Por un momento me pareció que podía conectarme con la tierra y con el cielo a la vez. Me sentí tan ligera que me parecía que, si lo deseaba, levitaría.
Ya puedo decir que he recorrido este faro en su totalidad.
Al volver al vestíbulo miré la hora. Eran ya las tres, sólo faltaban dos horas para poder ir a las peñas. Subí a comer y a encender el fanal, pues cuando volviera sería ya de noche. Después me senté a hojear el manuscrito de mi primo.
Está escrito a la manera de un libro de viajes, ilustrado con mapas, símbolos y dibujos realizados por él. Conté unas cien páginas, caligrafiadas con rasgos de irregular tamaño y muchas anotaciones en los márgenes. Había arrancado casi tantas como las que quedaban. No puedo decir si las hojas extraídas le hacen perder sentido, puesto que yo no le encuentro ninguna cordura a lo que he podido leer, que no es todo, pues una gran parte me resulta indescifrable, por lo diminuto de las letras y la mala caligrafía. En él no encontré ninguna referencia al demonio.
Por lo que he entendido, mi primo realizó su viaje para buscar nuevos compradores de alumbre, ya que el comercio de este producto estaba en declive. Se enamoró de Helena, la hija de un comerciante cuyos criados practicaban extrañas ceremonias en los que utilizaban, entre otros minerales, el alumbre para espantar a los malos espíritus. Edgar, a través de Helena, fue tomando confianza con ellos y, al proporcionarles las piedras que tanto deseaban, le fueron iniciando en sus ritos.
Mi primo descubrió que Helena le interesaba menos que lo que le habían contado sus criados sobre un misterioso país, Abunabai, donde los hombres adquieren poderes tales como vivir más de cien años, mover los objetos sin tocarlos, conocer el pasado o el futuro, o saber cómo es cualquier lugar sin viajar hasta él. En cuanto terminó de hacer sus negocios se dedicó a buscarlo.
Atravesó un mar cálido, un peligroso estrecho y, después de varios contratiempos, que él interpretaba como pruebas, llegó a esa remota zona, escondida entre altas montañas. Allí las personas adoraban a gigantescas imágenes de dioses para que les otorgaran sus sobrenaturales dones.
No todo el mundo conseguía sus propósitos, pues los dioses exigían sacrificios que muchos no estaban dispuestos a realizar, pero Edgar afirma que fue testigo de prodigios impensables y que él mismo adquirió la capacidad de desmaterializar su cuerpo y aparecer en otros lugares.
Yo no sospechaba que mi primo estaba tan loco como decía Orndoff. No creo que nadie en su sano juicio sea capaz de sacar mucho provecho de ese libro. ¿Qué habrá traído de Abunabai en los cofres?
Cuando acabé de ojear el intragable bodrio ya eran cerca de las cinco. Cogí luz, un cuchillo, un palo, una soga y una bolsa y me encaminé hacia las cuevas. Tal como pensaba, al bajar la marea, se podía pasar hacia su interior; las primeras no eran profundas y sí tenían percebes, que no me entretuve en coger.
La luna, casi llena, había empezado a iluminar el cielo. En la zona más azotada por el mar encontré una caverna más profunda. Decidí explorarla. Antes de entrar miré el reloj, era fundamental calcular el tiempo que faltaba para que subiera la marea y dividirlo entre la ida y el regreso. Tenía ya sólo dos horas.
La cueva se prolongaba hacia un extraño túnel que discurría por debajo del mar. Lo seguí agachada durante un tramo recto. Luego ascendía, repentinamente, hasta llegar a una cueva de techo alto, semiesférico. Según mis cálculos estaba en la parte inferior de la isla redondeada que parecía la cabeza de Neptuno.
Al entrar distinguí un cuerpo tendido en el suelo. Pensé que era mi primo y me acerqué angustiada. Cuando lo iluminé me quedé paralizada: era un hombre de unos cincuenta años, muy delgado; tenía la ropa ensangrentada y los ojos abiertos. Estaba muerto. En su antebrazo derecho llevaba la marca que ponen a los presos antes de ir a la isla.
Salí corriendo. Por el túnel ya estaba entrando el mar. Al llegar a la boca de la cueva el agua me llegaba por la cintura.
Ahora ya estoy algo más tranquila. Cuando alcancé el faro me temblaban tanto las manos que no era capaz de correr el cerrojo. Subí a la habitación, me quité la ropa empapada, me froté con ron y me tapé con una manta. No era capaz de dejar de temblar. ¿Por qué estaba allí ese preso?
Ya no puedo hacer nada más. He buscado a mi primo por todos los rincones del faro y de la isla. He perdido la esperanza de encontrarle. Sólo me queda esperar que venga la lancha.
Hoy es jueves, los hombres de De Grät llegarán mañana o pasado. Tenía razón cuando me decía: “Te recogeremos cuando volvamos” y no “os recogeremos”, como yo hubiera deseado que fuera.
8 de enero- ¿De qué me sirve ir de aquí para allá vigilando las minas, las cuentas, las inversiones…? ¿Por qué no puedo ser como las demás mujeres que buscan el amparo de un hombre, tienen hijos y son felices con sus sencillas vidas?
Me he mirado al espejo. Tienen razón: soy ya vieja. Mi pelo es cano. Mi cara tiene arrugas Tengo las manos ásperas, las uñas con estrías y cicatrices en los brazos.
Tienen razón, aunque no me apena la vida que he llevado: He vivido plenamente, he sido valiente, he aprendido muchas cosas y he ayudado a la gente en lo que he podido.
Pero ahora ya nada tiene sentido. Ya no creo que mi primo esté vivo. ¿Para qué quiero seguir viviendo yo, si no tengo a nadie en el mundo?
Pido a Dios que mañana venga la lancha porque no podría resistir otro día. Hoy ya no vendrá. No ha llegado con la marea alta y hoy ya no vendrá. La niebla está envolviendo el faro. El fanal. Tengo que subir a encenderlo. Quiero dormir, dormir, dormir... Dormir para siempre.
Diecisiete de febrero- Han pasado muchas cosas en estos días. El día nueve, sobre la una del mediodía, llegaron dos lanchas. En una venían el capitán De Grät y el marinero Drake. En la otra Smith y un inspector de la Policía. El capitán, al llegar al puerto, había dado parte de la desaparición de mi primo. El temporal de la noche del seis al siete fue aún más fuerte en la costa, por lo que el inspector no pudo venir antes.
Rescataron el cadáver de la cueva. Por culpa de ese desgraciado murió mi primo. Era un preso que se fugó el día uno de la balandra y, según creen, llegó a la isla agarrado a la lancha. Debió de estar escondido en el faro y sus alrededores y, al descubrirle mi primo desde el balconcillo, bajó con su cuchillo y se enfrentó a él. Suponen que en la pelea Edgar cayó al mar: han encontrado su cuchillo enganchado entre las rocas. Le dieron oficialmente por muerto.
Hemos celebrado su funeral con un féretro vacío. He heredado sus posesiones, de las cuales sólo me he quedado con algunos objetos personales, su apreciado libro y los dos cofres. El resto lo he repartido entre la parroquia de la isla y la de mi ciudad, en la que estaré poco tiempo, pues he vendido mis acciones y esta casa: nada de lo que ahora me rodea me satisface ya.
Voy a buscar el lugar que encontró mi primo. Cuando abrí sus cofres, lo que en ellos encontré es tan extraordinario que lamento no haber creído antes a Edgar. La ignorancia, en verdad, es muy atrevida.
Dentro de un mes cumpliré 36 años. Espero poderlos celebrar en Abunabai con Edgar, quizás.
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