48 CANDELAS

Esta colección de relatos tiene un tronco común:

El diario que un farero inició con fecha uno de enero de mil setecientos noventa y seis y dejó de escribir al cabo de cuatro días. Edgar Allan Poe creó este personaje. O, tal vez, visualizó esas páginas en otra realidad y las materializó para nosotros.

¿Por qué las anotaciones en su diario terminaron de una forma tan inesperada?

(VER CUENTO DE E. A. POE)

Más de cuarenta narradores, en respuesta a la propuesta del escritor asturiano Fernando Menéndez, se han unido para conseguir la hazaña de multiplicar faros y torreros, creando un caleidoscopio de soluciones con olor a salitre, salpicadas por las olas, hechizantes y misteriosas.

Aquí están sus textos, sincero homenaje a Edgar Allan Poe y a la labor de todas aquellas personas que han diseñado, construido y mantenido los faros para que su luminaria sea, desde hace siglos, guía en la oscuridad y su sonido, la voz del hombre en medio del vasto mar.

Los cuentos están ordenados según su número de palabras para dibujar un faro: liviano arriba, sólido en su base.

El título hace referencia a la unidad de medida de la intensidad de los faros, la candela. Cuarenta y ocho- número simbólico por excelencia- enumera el total de los relatos: Un original pastiche y los 47 relatos que forman la colección.

Esperamos que esta obra sea de su agrado.


Juan López Trujillo

SE CIERRA EL CIRCULO
5 de enero
Hace poco se acaba de marchar la balandra, dejándome solo en este faro, con mis parcas pertenecías.
Al fin he conseguido mi propósito. Es cierto que he debido molestar a algunas viejas amistades, mover algunos oxidados resortes y gastar algo de mis exiguos ahorros en queso y vinos de mi tierra, pero el final ha sido el apetecido.
Me encuentro solo en medio del mar. Aquí se acaba mi viaje que se inició hace ya tanto tiempo que se evapora como una niebla en los recuerdos.
Todo comenzó cuando plenos de ansias y de sueños, mi amada y yo decidimos dejar la tierra que nos vio nacer, cansados como estábamos de tristes monotonías, de únicas y cercanas metas, de días siempre iguales.
Y empezamos un nuevo caminar, mirando siempre al lugar donde el sol nace. Dejamos surcos y pámpanas, ribazos y breñas, terrones y cardenchas y salimos en busca de otras luminosidades, de otros colores, de otro mar que no fuese el rubio y picajoso mar de las espigas.
Tras no pocas vicisitudes, logramos encontrar nuestro sitio al lado de la brisa, nuestro lugar al sol, pero con la sombra fresca de una naturaleza distinta, que supo confabularse con nosotros, para darnos trabajo, hijos y alegrías.
Y en ese edén pretendido y encontrado, fue donde se cimentó el que yo siempre creí inamovible edificio de mi existencia.
Allí nacieron mis hijos y mis nietos. Allí supe lo que era la inacabable experiencia del amor. Allí supe de la felicidad.
Pero el fuerte edificio se vino estrepitosamente abajo, cuando le falló la pilastra principal sobre la que todo el ensamblaje se apoyaba. No fuimos capaces de darnos cuenta, pero toda la carga de nuestras existencias se apoyaba sobre unas espaldas que con el tiempo se fueron encorvando. Y todos seguimos a lo nuestro, sin reparar en cómo se hacían arrugas en la cara y en el alma, de la que siempre fue mi compañera.
Con la misma discreción con la que enmarcó su vida, se fue a la otra, ahíta de silencio y de perdones. Como dirían las viejas mujeronas de sayas y perenne velo negro, “se fue sin hacer un ruido”, a pesar del sonoro estropicio que provocó en mi existencia.
Los hijos, con sus vidas ya perfectamente dibujadas, y con otras distintas prioridades familiares, fueron a lo suyo. Y yo me quedé definitivamente solo. Tan solo como quedan los hombres que, para su desgracia, no han sabido lo que es el amor.
6 de enero.
Me he levantado temprano y he podido comprobar que la magia de los reyes de Oriente no llega a hasta estos enhiestos y apartados lugares.
Me he preocupado por la limpieza de las lentes de Fresnel, el depósito de carburante y vuelvo a este diario que presiento que también va a ser mi particular faro y guía.
Mi vida en aquel lugar donde fuimos felices ya no tenía sentido, Tenía que dar un paso más desde esa orilla que siempre me servía de frontera. Mi soledad necesitaba del mar, de su cadencia, de su rostro cambiante pero hipnótico.
De niño siempre soñé con vivir en un molino de viento de mi tierra, pero ya era tarde para volver, había quemado demasiadas naves.
Pero el mar también tenía sus molinos con aspas de luz, para molturar peligros en esa tremenda soledad de una llanura con racimos de espuma colgando de las cepas de las olas.
Y además tenía sobre todo 365 grados de horizonte limpio, sin barreras, sin chafarrinones de cemento, sin vocingleras multitudes no aptas para entender la belleza de su enorme soledad.
Por eso te busqué, amigo mar.
Para poder desde aquí escribir versos nuevos, y mandarlos en viejas botellas vacías de ron o valdepeñas, por todos los caminos de tus aguas y que sirenas de gracia las lleven a las costas donde languidecen de amor los enamorados.
Versos nuevos que pueda deletrear en Morse con las luces de este faro, para que lleguen a todos los lugares donde habite la pena. A todas las riberas donde el odio pueda ser el vencedor de la contienda de la vida.
Y quiero dejar escrito, que cuando un día vuelva la balandra y yo no salga a recibirla, sus hombres me hagan ceniza y depositen una parte en el mismo centro de este mar, para ver si alguna mota de mí se adhiere a una vela blanca y me lleva a conocer esos mundos con los que he soñado. Que pueda por una vez ser polizón en busca de un puerto que se llame Fantasía.
El resto que la lleve el aire, que ya sabré yo encontrar donde fertilizar una vid y donde encontrarme, en el infinito, con la mujer que siempre he querido.
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