48 CANDELAS

Esta colección de relatos tiene un tronco común:

El diario que un farero inició con fecha uno de enero de mil setecientos noventa y seis y dejó de escribir al cabo de cuatro días. Edgar Allan Poe creó este personaje. O, tal vez, visualizó esas páginas en otra realidad y las materializó para nosotros.

¿Por qué las anotaciones en su diario terminaron de una forma tan inesperada?

(VER CUENTO DE E. A. POE)

Más de cuarenta narradores, en respuesta a la propuesta del escritor asturiano Fernando Menéndez, se han unido para conseguir la hazaña de multiplicar faros y torreros, creando un caleidoscopio de soluciones con olor a salitre, salpicadas por las olas, hechizantes y misteriosas.

Aquí están sus textos, sincero homenaje a Edgar Allan Poe y a la labor de todas aquellas personas que han diseñado, construido y mantenido los faros para que su luminaria sea, desde hace siglos, guía en la oscuridad y su sonido, la voz del hombre en medio del vasto mar.

Los cuentos están ordenados según su número de palabras para dibujar un faro: liviano arriba, sólido en su base.

El título hace referencia a la unidad de medida de la intensidad de los faros, la candela. Cuarenta y ocho- número simbólico por excelencia- enumera el total de los relatos: Un original pastiche y los 47 relatos que forman la colección.

Esperamos que esta obra sea de su agrado.


Jesús Salgado Romera

Once de Enero del año de Gracia de 1796
Quise huir del mundo.  Y lo he conseguido.
Este faro será  -cuando Dios así lo quiera- mi tumba. Mientras tanto reflexiono sobre la vorágine de mi vida, libre de la mirada acusadora del género humano.
Nací el 20 de Abril de l770, en los arrabales del barrio oeste de Londres. Mi madre, Margaret “la pecosa”, era gorda, risueña, rubia y desabrida. La vida le enseñó a ser así. Era prostituta, como todas las mujeres del barrio.
Nunca conocí a mi padre. Mi madre a veces me dejaba entrever como tal a un fornido soldado que  la visitó asiduamente: “Tienes los ojos de James…”. Otras veces me habló de un alocado estudiante de cierto nivel y basta educación que se encaprichó de ella antes de su preñez.  Como tantas otras de aquel ambiente, tendía a enamorarse de la vida a través de los hombres.
 image Nunca me importó. Mi vida transcurrió alegre entre aquellas meretrices. Muchas habían tenido que dejar a sus hijos recién nacidos en el torno de las monjas de La Caridad y para ellas yo era el hijo que nunca vieron crecer…
  Madre se ocupó de que fuera instruido, pagando hasta los diez años a las monjas como externo para que me enseñaran a leer, escribir y unas pocas matemáticas. Gracias a esto escribo estas páginas.
Después empecé a ganarme el sustento como recadero: avistaba los barcos que iban a atracar al muelle, y gracias al funcionario de aduanas que tenía “un servicio pagado” sabía su mercancía antes que nadie; si eran telas, corría a las tiendas de tejidos, que cerraban para hacer caja y acudir presurosos al puerto, dándome unas monedas por poder ser los primeros en atisbar las mercancías y cerrar los tratos; si el barco venía de ultramar o del continente avisaba a otros mercaderes y abaceros, y después pasaba la voz en el barrio para que las mujeres se acicalaran, compitiendo por atraer a los mejores clientes.
En plena noche acudía a llamar al doctor Stuart, el único que venía a atender las urgencias de esta zona, o a la partera, que también se ocupaba de hacer ciertas operaciones que devolvían la regla a las mujeres.
Y con el tiempo, aprendí a hacer de corredor, pues las jóvenes que empiezan compraban gustosas y a buen precio medias, medidas de seda, pañolones y joyas que las más viejas atesoraban como báculo de su vejez y que transferían al ver menguados sus ingresos.
Muchas mañanas ayudaba cargando con las cestas de compra del mercado, y a veces me tocaba –limpiándome las botas y la gorra para estar lo más presentable posible- acudir a alguna casa de postín, donde debía dar o recibir recado.
Así fue como conocí a Beth.
Doce de Enero de 1796. Una de la noche.
   Mi ángel rubio jugaba en la parte delantera de la casa cuando un perro rabioso, salido de Dios sabe dónde, irrumpió en la calle. La gente atemorizada tiraba bultos y cestas, corriendo a refugiarse.  El perro encabritado, con la boca llena de espuma y los ojos como dos tizones amarillos, penetró por la verja entreabierta del jardín y se abalanzó sobre la niña.  A punto de alcanzarla, una piedra de buen tamaño lanzada por mi tirachinas noqueó al animal, derribándolo a dos pasos de la petrificada criatura.
El animal agonizaba apaleado por los criados, mientras  una nube de doncellas salió a rescatarla. Una con pinta de cocinera se me acercó y me dijo: “Tu nombre, dime tu nombre”.  Se lo dije, y mientras regresaban a la casa con la pequeña en volandas dijo: “Ven mañana a las cinco con tus padres. Los señores os recibirán.”
Me regalaron un traje completo, un caro diccionario y unas monedas. A mi madre le dieron un sobre con billetes, añadiendo, al saber que no tenía esposo e intuir de qué vivíamos, la promesa de algún trabajo.
Dos veces al mes pasaba por la casa, donde en la puerta de servicio me llenaban la cesta de ropa para zurcir, añadiendo alguna que otra vitualla. 
Elizabeth, Beth, cada vez más a menudo acudía al campanilleo de la puerta, llamándome “su salvador” y añadiendo ora un poco de jabón, ora papel y tinta, que yo guardaba celosamente, pues habitualmente usaba carboncillos prensados.
Con el tiempo, su admiración se trocó en algo más, los papelitos que depositaba a escondidas en la cesta contenían citas en el rincón más alejado del jardín, y nuestras conversaciones versaban sobre los relatos de ultramar, la vida de las diferentes clases sociales y sus deseos de ayudar.
Mi desconfianza se trocó en amistad, su inocencia en empatía, y juntos convergimos en una relación fluida y cómplice.
Cumplidos los l7, acudió llorosa una noche para comunicarme que nos íbamos a separar. La prometían. Su futuro esposo, que le doblaba en edad, era un próspero hombre de negocios. Poseía tierras y una mina de carbón en el norte, y allí habría de vivir.
Pensé que no le podía caer peor suerte el día en que, mientras tomaba pan con manteca y una jarra de cerveza en la cocina, escuché a los criados hablar de cómo daba castigos ejemplares a los aparceros que no podían pagar, de cómo avasallaba a las hijas núbiles, acallando a sus padres con dinero, y de cómo su primera esposa había enloquecido por los malos tratos hasta tirarse una noche de tormenta por un barranco.
Se lo conté. Mirándome a los ojos, y sabiendo el peligro que entrañaba una fuga, me dijo: “Sácame de aquí, prefiero vivir una hora libre contigo que un año esclava de este hombre. Llévame contigo, nos amamos, no pueden separarnos”.
Trece de Enero de l796.  Once de la noche.
Nos fugamos de noche. El caballo de alquiler por el sistema de postas, y el hospedaje hasta llegar a Glasgow consumió más de la mitad de nuestro dinero.
Encontrar allí una buhardilla y establecernos fue relativamente fácil.
Yo trabajaba de estibador en el puerto, y a medida que tomaba contacto con la ciudad, también hacía corretajes de joyas y pequeñas mercaderías.
Ella cosía y planchaba para las damas. En nuestro tiempo libre, me instruía. Apenas salíamos, salvo al anochecer, pues temíamos ser reconocidos.
Fue la etapa más plena de nuestros días.
Las yemas de sus dedos encallecieron, sus brazos tenían quemazones de la plancha, y el frío y la frugalidad le quitaron el aire de damita. Para mí era más hermosa cada día.
Nuestra felicidad duró apenas año y medio.
En el puerto reconocí a un marino de Londres, le pedí que llevara una carta a mi  madre.
Ignoraba que éramos buscados por todo Londres, con pasquines que ofrecían sustanciosa recompensa; el marinero nos delató.
Un día, al volver cansado de trabajar vislumbré en mi portal el cuerpo de un policía. Hábilmente me metí en el portal de al lado, llegué a su buhardilla y pregunté a nuestra vecina; me contó cómo habían registrado nuestra casa, llevándose a Beth esposada en el furgón policial, mientras gritaba: “Te esperaré, James, te esperaré”.
El ruido de pasos en la escalera nos indicó que la policía venía por mí. Huí por los tejados.
Si me atrapaban me encerrarían en una lóbrega cárcel a la espera de juicio, y el prestigioso abogado que el padre buscaría me acusaría de rapto, violación, cohabitación, y muchos más cargos. Era carne de horca.
Huí. Han pasado ocho meses desde entonces. Como estoy reclamado por la justicia nunca permanezco mucho tiempo en un lugar.
Catorce de Enero de l796.  Dos de la madrugada.
Hace mes y medio dormía, previo pago, en la cuadra de una posada. Junto a mí, un muchacho se convulsionaba agotado, tosiendo continuamente y con fiebre. Le di mi escudilla de caldo, le tapé con mi  manta, y atendí. Con palabras jadeantes me contó su vida.  Quería llegar al faro de Farnort, para relevar a su primo que llevaba dieciocho años de servicio, y ahora se retiraba. El sueldo era bueno, pues nadie quería estar sólo y a merced de un esquife que, una vez por semana y sorteando los peligros de las aguas y del tiempo, hacía el avituallamiento de comida y aceite para el fanal.
Expiró al amanecer. Me percaté de que guardábamos cierto parecido y pensé suplantarle. Encontré la carta de las autoridades portuarias a su nombre. Tomé sus ropas y hatillo y por la mañana informé al posadero que James, hijo de Margaret “la pecosa”, del barrio oeste de Londres, había fallecido en la noche.
Testifiqué ante el juez de paz, lo echaron en la fosa común y yo partí hacia el faro, tardando tres semanas en llegar.
 image En la oficina portuaria me informaron que durante mi tardanza otra persona había ocupado la plaza; sin embargo, se había suicidado unos pocos días después, y oportunamente el puesto seguía vacante. No me dejé impresionar, y durante un día y una noche, el viejo marinero que maneja la balandra me instruyó sobre el mantenimiento y manejo del fanal de aceite, y de cómo dirigir la luz hacia los barcos para guiarles a buen puerto, reflejando en el libro su avistamiento, la distancia en yardas y su orientación en longitud y latitud.
Esta es mi historia, hasta el día de hoy.
Sé que a los ojos de los hombres he pecado, pero carezco de sentimiento de culpa, y sí de un sentido interno de guiar mi vida con sinceridad. 
En la clase social de Beth, el destino de las mujeres lo deciden sus padres.          
Madre decía: “El amor, James, es  privilegio de los pobres. Pues quien poco posee dispone libremente”.
Si algo agradezco del ambiente de marginación de mi infancia es contemplar las normas sociales desde el otro lado del espejo; jueces, sacerdotes y esposos ejemplares se erigían como baluartes de valores morales que incumplían en sus visitas a nuestro barrio.
Considero que las leyes de los hombres son injustas, y pecando de blasfemo creo que Dios está de parte de los poderosos.  O al menos eso nos quieren transmitir, creando cánones para dominar al pueblo. (Lo aprendí de los marineros de ultramar).
Quince de enero, seis de la tarde.
Hoy he dormido toda la mañana de un tirón, supongo que por haber desahogado mi pena.
Parece que vislumbro una ligera mancha en el ocaso. Podría ser un barco, cuando sea de noche lo sabré por el fuego que ponen en cubierta, se percibe a yardas de distancia.
Beth ha sido arrancada de mi corazón y la herida está en carne viva. Agradezco mi aislamiento, que mitiga el dolor.
Nueve de la noche: El cielo está de color violeta,  denso y oscuro. Presagia tormenta la fuerte marejada que cada vez es más viva. El barco se percibe más claro, una pequeña cáscara de nuez que se bambolea en el horizonte.
Once de la noche: La tormenta está encima de nosotros. Los rayos hienden el cielo y su ruido chispeante es proseguido por rotundos truenos que se sienten en las paredes.  El barco está visible en la lejanía y gruesos mantos de agua lo elevan y hacen oscilar violentamente. Dentro deben estar pasándolo muy mal.
No dejo de dirigir la luz en dirección al puerto. Primero ilumino en dirección a su casco, y lentamente dirijo la luz hacia la dirección correcta. Espero que puedan gobernar el timón lo suficiente como para eludir las rocas que circunvalan el faro.
Las olas rompen contra los arrecifes y la espuma llega hasta el ventanuco del tercer piso, el dormitorio.
En intervalos, aprovecho a hacer café en el infiernillo, a escribir esto y a dirigir la luz hacia el puerto.
Dieciséis de enero, doce de la mañana.
Despierto aún agotado del esfuerzo de girar el fanal del barco al puerto y viceversa, toda la noche. La tormenta cesó hace horas, y el barco está bien orientado, aunque su movimiento es nulo, al cesar el viento. El mástil principal cabecea a babor, es fácil que tenga vías de agua abiertas en el casco.
El mar está en calma y las gaviotas surcan el cielo.
Dos de la tarde: tres barcos de mediano tamaño acuden al auxilio. Los viajeros y animales irán en el primero, abarrotando la bodega con toda la mercancía que quepa, lo que elevará el nivel del casco y facilitará su reparación. 
Cinco de la tarde: Comienzan las labores de arrastre de los otros dos barcos. El barco accidentado cabecea aún más, pero llegará a puerto. 
Seis de la tarde: Decido hacer una incursión a las rocas que rodean el faro. Trepar por sus salientes me sirve de ejercicio. Me siento entumecido y con ganas de despejarme.
Regreso al faro alterado: en mi incursión por las rocas, y cerca de donde se encontró el cadáver del último farero, encuentro una bolsa de cuero con unas hojas arrancadas de nuestro diario de avistamientos. La letra es casi ilegible en muchos párrafos y decido leerla con calma.
Comienza el 4 de enero de 1796. La tinta es difusa en algunas partes, pero básicamente capto su sentido. Es la historia personal del anterior farero, a quien yo relevo. Lo transcribo, en hoja aparte, pues no quiero que los pensamientos de ese hombre se mezclen con los míos.
DIARIO DEL ANTERIOR FARERO, A QUIEN DIOS PUEDA PERDONAR POR SUS PECADOS.
Cuatro de enero de 1796- Hoy me siento anímicamente mal. Sé que mi vida no tiene sentido: ¿Qué hace una persona de mi posición en semejante sitio?  Los que me conocen lo pueden considerar una excentricidad, en el mejor de los casos, y los que no me quieren bien, que son muchos, lo llamarán locura…
He llevado una vida disipada, he conocido todos los vicios y me he dejado arrastrar por ellos demasiado tiempo; he perdido una fortuna, y de mi patrimonio sólo quedan restos… Mucha de la gente de bien procura eludirme, y los que me tratan lo hacen tan sólo por el respeto que mi linaje suponía hace tan sólo unos lustros.
Es ahora cuando soy consciente de ello. Tampoco me arrepiento de lo vivido, la lástima es que se me ha escapado otra forma de vivir, pues la vida transcurre sólo en una dirección, la que marcamos desde nuestra mente o desde el corazón.
Creo que ahí reside el meollo: he sido incapaz de vivir acorde al corazón. Afectividad, creencias, familia, amor.  Todo esto se me negó desde niño.
Supongo que pertenecer a una familia rica  puede considerarse eximente, pues lo cierto es que me crié a cargo de una niñera y de las doncellas de mi madre; a ella la veía a las horas de las comidas y al tiempo de dar las buenas noches… Siempre elegante y moderada, no recuerdo haber jugado con ella, ni tener más contacto físico que un beso en la mejilla.
Mi padre siempre fue una figura distante y autoritaria.
Tuve un preceptor hasta los siete años, en que me ingresaron interno en un colegio de élite; aprendí a defenderme del mundo, pues peor que la tiranía del claustro de profesores y sus continuos castigos eran los demás alumnos. Someter a los nuevos era la ley, y dentro de esto uno procuraba defenderse de una de estas tres formas: intentando pasar desapercibido, haciendo grupo con otros nuevos, o tratando de plantar cara, desafiando.
Por mi carácter, ésta última fue mi opción, convirtiéndome en un proscrito lleno de moratones  al que, poco a poco, comenzaron a respetar.
Con el paso de los años me convertí en un líder del mal; los nuevos huían con sólo verme de lejos, y las diversiones con mis adeptos pasaban por las novatadas, las apuestas, o las escapadas.
Tan sólo el poder de mi padre sostenía mis notas, aquellos fariseos mandaban cartas a casa en las que se quejaban de mi comportamiento y de mi escasa atención, pero el talonario de mi padre, que tanto contribuyó en obras nuevas, actuaba como un bálsamo.
Aún así no pudieron sujetar el escándalo que supuso mi expulsión: había dejado embarazada a una de las mozas de cocina. La recuerdo fornida y de anchas caderas, no exenta de gracia, sana y natural como la muchacha de campo que era, con la cara, brazos y escote llenos de pecas, y su pelo rubio adornando una cara pícara y alegre... Margaret, creo recordar que se llamaba.
Mi padre indemnizó a los suyos –era impensable el matrimonio- y a mí me mandó a Francia, a cargo de un pariente lejano que tenía una joyería especializada en la engastación de gemas.
Cinco de enero- El mar hoy está en calma y no se divisa nada en el horizonte. Faltan dos días para que llegue la balandra de avituallamiento. Hoy he estado tirando un hueso a Neptuno, para que corra en el breve espacio que circunda la edificación. El perro, siempre tranquilo, parece que entienda mi oscuro estado de ánimo. 
En la joyería duré tres meses. Pese a chapurrear el idioma, pronto tuve amigos de borracheras y salidas. En el taller era insolente e indisciplinado y tras una fuerte discusión marché con un hatillo a recorrer mundo.
Fui, entre otros oficios: grumete, mozo de cuadras, mantenido de una condesa austriaca, mercenario, traficante de armas y capitán de una chalupa contrabandista.
He viajado por Francia, Alemania, Austria, Holanda, Italia, España y comerciado con la costa de África.
Sufrí enfermedades tropicales, ataques de piratas, naufragios y sobreviví a un tifón, del que escapé porque aún no era mi momento.
He corrido mundo y tratado con  ricos y pobres. Respetado y odiado a partes iguales, mi puñal ha hendido en decenas de reyertas.
Pero al ser humano le resuena el eco de sus orígenes, quizá por buscarse a sí mismo y encontrar sentido a la vida, y he aquí que hastiado de todo volví a Londres, con una pequeña fortuna en oro, supuestamente para buscar financiación con que fletar un barco dedicado al comercio de marfil.
Mi reencuentro con la gran ciudad me llevó una vez más a una vida disoluta, y al cabo de tres meses acabé, quien sabe cómo, acogido en un hospital de caridad, enfermo de sífilis.
Sífilis, la enfermedad que si no te mata te deja a las puertas de la locura…
Los meses de enfermedad, en los que se barajó el peligro, me han cambiado.
Durante una primera fase de la enfermedad mantuve casi de continuo episodios febriles muy fuertes en los que me sentía como energía vibrante,  unido al sol y al aire de la habitación donde yacía mi cuerpo; yo era una energía de pensamiento que flotaba. De hecho captaba los pensamientos y estados de ánimo de aquellos en los que focalizaba mi atención; me sentía parte de su ser y sentía con su energía: dulce, compasiva, enérgica, etc.
Después vino el agotamiento. Me sentía volver a un trozo de carne correoso y gris, que era mi cuerpo, y no quería comer ni hablar, pues cuanto más tomara contacto con este mundo antes se me escapaba la percepción de aquel otro…
Cuando a base de caldos de ave y de verduras consiguieron recuperar mi cuerpo, entré en la fase del delirio, pues quería expresarme y carecía de palabras, balbuceaba, y cuando entendían algo no tenía sentido para ellos.
Pasé al aislamiento, acurrucado en posición fetal y sin hablar, tratando de que mi mente fuera otra vez la conexión entre mi cuerpo y mi espíritu…
Poco a poco volví a una relativa normalidad, hasta que me consideraron curado y me dejaron marchar.
Sin embargo, la experiencia me había marcado, era el norte de mi vida.
Es por eso que tomé contacto con De Grät, al que expuse todo esto, y sin comprender plenamente, entendió mi necesidad de permanecer aislado y me propuso este puesto de farero, al que accedí de inmediato. Tuvo que mover influencias, y aquí estoy.
Seis de enero- El mar está tranquilo y no se aprecia ninguna embarcación.
Hoy ha venido a mi mente el episodio más vergonzoso de mi vida: en Harar (Somalia), sólo por una vez, fui traficante de esclavos.
El grupo de negros capturados, hombres, mujeres y niños, había permanecido encadenado toda la noche en la explanada, y sus lamentos y sollozos sólo eran interrumpidos por las amenazas y golpes del capataz. Ahora subían en hilera al barco. “El holandés” y sus tres ayudantes castigaban con un pequeño látigo cualquier intento de rebeldía, y sólo se oían quedamente sus hipidos, roncos ya de tanto lamentarse.
Yo era el capitán del barco, y “El holandés” su mercenario. Me propuso este negocio como forma de saldar la deuda que tenía con él, y estaba obligado.
Aunque digan que los negros no son humanos, y que están al servicio de los hombres, como las ovejas y los árboles, creo que no es cierto. Quizá carezcan de nuestra inteligencia, pero cuidan a sus bebés con más cariño que muchas de nuestras madres, y he presenciado sus emociones al separarlos.
 image Al pasar frente a mí para bajar a la bodega un negro adolescente me miró profundamente. Diría que había transcendido su miedo y sus pupilas me transmitieron  la injusticia de apartarles por la fuerza de su hábitat. Intuyo que se sentía tan persona como yo, y me planteaba si yo tenía derecho a hacerles eso…
Pero no había vuelta atrás. Yo además sabía que más de la mitad moriría en la travesía y los que llegaran serían subastados como animales de labor.
Esa noche me emborraché, juré que no volvería a hacerlo y al desembarco me encerré para no verles. Nunca supe si el muchacho llegó vivo, pero no querría volver a enfrentarme a su mirada.
Siete de enero- La soledad de este faro en la madrugada me juega malas pasadas.
Continuamente acuden a mi mente acciones sangrientas en las que he participado, y de cada una de ellas los personajes permanecen detrás de mí, con sus heridas abiertas, mientras sucede en mi mente la siguiente escena. No hablan, me miran, cubiertos de sangre,  sujetándose las tripas abiertas de un tajo, o la garganta cercenada… Son espectros. Poco a poco otro incidente penetra en mi mente y sus actores se quedan detrás, uno con el cráneo abierto, otro con el brazo cercenado y una gran herida en el corazón…
Ahora afluyen no sólo los ensangrentados, sino todos aquellos a los que perjudiqué a sabiendas: por robo, intimidación, engaño... Percibo la habitación llena de aparecidos silenciosos a los que ya no me atrevo a dar la cara.
Temo lo que comienza a formarse: los sollozos del grupo de negros en la explanada. Sus lamentos se oyen tenuemente; de la masa de sus voces comienzan a filtrarse individualmente en mi mente; a través de cada vibración de voz llego a su garganta, y de ahí a su ser.
Ahora comprendo dentro de mí su miedo, siento la energía fresca y pura de su esencia y la incomprensión a tanto odio como trae el hombre blanco. Somos monstruos con corazón de piedra. Disfrutamos haciendo sufrir… ¡Y nosotros nos creemos superiores!
Siento dolor por cada uno de ellos, pues pienso que les hemos arrebatado su vida. Les siento inocentes y alegres de corazón. Me duelen más que estos otros europeos que seguramente hubieran hecho otro tanto conmigo si hubieran podido.
Ahora percibo la mirada del chico negro. No juzga, solo mira. El blanco de sus grandes ojos rodea su pupila que me mira, no se cree víctima, solo mira, parece que dice: tú has tomado mi vida. Tenías derecho, según tú. Sin preguntarme. –Su pupila me hiere en su inocencia-.
Me siento mal, quisiera que la locura me hubiera dejado demente allá en el hospital, una gruesa capa de algodón por memoria, no pensar, no tener esta agonía de pensamientos mal tratantes, uno detrás de otro… quizá locura es esto, porque, ¿quién puede percibirlo, sino yo?
Abro el ventanal: aquí y ahora, les empujaré para que salgan a la inmensidad de la noche, que me dejen en paz, que salgan de este faro...y de mi cabeza. Y si no soy capaz, saltaré con todos ellos dentro de mí y será la forma de acallarles. No puedo vivir así.
(Firma ilegible)
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Me he quedado en blanco, tratando de asimilar lo que esto significa.
Sé que el contenido de esta carta está ya guardado en el fondo de mi alma.  La casualidad no existe, y mi camino se había de cruzar con el de este ser, captando su esencia a través de este legado póstumo. 
La vida me ha dado su testimonio, y he de sacar provecho.  Soy joven y puedo elegir. Este faro me ha servido de prisma donde tomar contacto conmigo mismo.  No huiré más al destino trazado desde el corazón.
Mañana vendrá el hombre del avituallamiento; le diré que no me adapto y que vayan buscando otro farero. Me impaciento por salir de aquí.
Iré a buscar a Beth. No importa lo que tarde en encontrarla. Puede estar casada con aquel hombre, lo cual dudo, o bien su padre la haya retirado a la espera de que pase el escándalo y pueda casarla con alguien que no tenga escrúpulos de su pasado a cambio de una buena dote.
La buscaré denodadamente, y cuando la encuentre esta vez seré yo quien le diga que nos fuguemos. Podremos empezar una vida nueva, lejos, quizá en América, tierra de oportunidades.
Si existe la justicia divina, estaremos juntos. Rogad al Dios de vuestras creencias por ello.
El faro de Farnort, a  Diecisiete de enero del año de gracia de l796.
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